Los fetos nacidos sin vida en Francia podrán ser inscritos en el registro civil

ABC

PARÍS

Sábado, 23-08-08

Los fetos nacidos sin vida en Francia podrán ser inscritos en el registro civil para que las familias puedan dar un «tratamiento funerario decente», aunque no adquirirán personalidad jurídica alguna, según informaron ayer los ministerios de Justicia y de Sanidad.

El Gobierno ha decidido aportar una «respuesta pragmática y humana» a las situaciones «administrativas complejas y traumáticas para las familias de un niño nacido muerto, que no pueden expedir acta de nacimiento ni de deceso», señalaron la ministra de Justicia, Rachida Dati, y la titular de Sanidad, Roselyne Bachelot-Narquin.

Los dos decretos publicados ayer en el Boletín Oficial del Estado permitirán a las familias en esa situación «disponer de una mención simbólica de ese niño», como «un nombre de pila» que quede recogido en el registro civil y en el libro de familia, y de un «tratamiento funerario decente».

 

¿Vida humana amenazada?

CÉSAR NOMBELA, Catedrático de la Universidad Complutense

Sábado, 23-08-08

LA vida humana se materializa en la de cada ser humano que viene a este mundo. Naturalmente, la referencia a la vida humana puede desbordar lo estrictamente biológico. Pero, el conocimiento de la Biología de nuestra especie, extraordinariamente enriquecido por el avance de la Ciencia actual, resulta esencial igualmente para su valoración. Digo valoración, porque el verdadero progreso no supone otra cosa que asentar el valor de la persona, la dignidad de todos y cada uno de los individuos que integramos la familia humana. La especie humana es la única especie biológica dotada de inteligencia, capaz de reflexión y, por tanto, susceptible de un comportamiento ético.

La profundización en el ser biológico del hombre es esencial para nuestro conocimiento de la naturaleza, así como fundamento de la Medicina avanzada de la que hoy podemos disfrutar. Pero, los hechos demostrados y las teorías que los pretenden explicar e interpretar, son fácilmente distorsionados, por parte de algunos. No faltan quienes, con una visión reduccionista, pretenden que la nueva información biológica rompe o modifica los criterios de valor, establecidos a lo largo de tantos siglos. He aquí la primera amenaza, desproveer al hombre de lo esencial de su naturaleza. Cuando se asume que, a determinadas especies de simios se les deben reconocer derechos humanos, ya que su genoma puede tener más de un 98 por ciento de homología con el genoma humano, se incurre en una notable simplificación argumental. En muchos casos, cabe dudar de que quienes lo proponen sepan tan si quiera lo que significa la homología genética. ¿Acaso tendría sentido señalar que el ratón es un ser humano al 90 por ciento, porque su genoma muestra ese porcentaje de homología con el nuestro? Y, ¿qué hacer con muchos microbios que pueden llegar al 30 por ciento de homología con el genoma humano, tal vez reclamar para ellos el 30 por ciento de los derechos humanos?

Aunque la evolución biológica, en sus grandes patrones de emergencia de las especies, no sea demostrable experimentalmente, no cabe duda de que toda la información científica sí demuestra que la especie humana comparte los esquemas generales de la organización de los seres vivos y su evolución. Pero, igualmente prueba que constituye una especie diferenciada de las demás, la única dotada de inteligencia, de capacidad de prever las consecuencias de sus actos, y de elegir entre alternativas en función de su valor moral. La pregunta básica del ser humano, sobre el sentido de su existencia, ha tenido y seguirá teniendo respuestas variadas, porque la libertad para pensar, otra característica única, llevará a ello. Pero, los nuevos hallazgos de la Biología no se pueden invocar como axiomáticos para desproveer a la vida humana de su dignidad intrínseca. Frente a los planteamientos bioéticos que pretenden acabar con la especial valoración de la vida humana -para Singer es hora de suprimir la idea de que la vida humana es sagrada- o frente a quienes, desde un pensamiento débil, buscan reducir toda realidad a la interpretación que de ella se quiera hacer, es preciso seguir llamando la atención sobre cómo el conocimiento científico puede reforzar la apuesta por el hombre, por la dignidad de todos los individuos que integran la especie.

La vida de cada uno tiene un comienzo y un final. A lo largo de la Historia, la interpretación de lo que ocurre en estas dos situaciones ha carecido con frecuencia de una base biológica sólida, que pudiera servir como punto de referencia para su valoración ética. Una valoración que exige dar el salto a ese contexto de valores, pero que no puede prescindir de la observación objetiva de la realidad. El comienzo de la vida de cada individuo de la especie humana -hoy bien lo sabemos- se produce con la fecundación de los gametos, óvulo y espermatozoide para dar el cigoto; es algo que no podía estar claro cuando ni siquiera se conocía la realidad de la célula, ni mucho menos de los componentes que la integran y del programa que dirige su desarrollo.

Pero, los avances científicos, desde el siglo XIX, especialmente en las últimas décadas, van perfilando un conjunto de datos que no se puede ignorar. Desde la concepción se va configurando el destino biológico del nuevo individuo. Su desarrollo embrionario supone, desde los primeros instantes, la activación de un programa -específico y único- con la expresión de genes, con la asociación funcional de sus productos (proteínas), con la especificación de compartimentos que determinan un patrón de desarrollo, y con la activación del programa de diálogo biológico con la madre que lo habrá de gestar. En medio de este conjunto de datos, tan sugerente y demostrativo de que el desarrollo comienza con la concepción y sólo terminará con la muerte, resulta difícil encontrar justificación a los esfuerzos de algunos por identificar estadios intermedios. Entre ellos están los de definir la sustantividad o suficiencia constitucional, como acontecimientos dentro del desarrollo embrionario humano, que deben modificar la valoración ética de la vida de quien va a nacer.

El problema es que la cuestión desborda lo que puede ser una mera discusión filosófica, para condicionar leyes y normas de convivencia. Sabido es que muchas sociedades occidentales han aceptado el aborto provocado como una opción de la propia mujer, como si la vida del nasciturus que se desarrolla en su seno fuera totalmente disponible a su decisión, al menos en algunas etapas de la gestación. La aplicación -sin duda, delictiva pero relativamente fácil- en nuestro país de leyes despenalizadoras, que ha llevado a las trituradoras a fetos de siete meses de gestación, despierta una profunda sensación de horror. Importa mucho, por tanto, señalar que la defensa de la vida del ser humano representa un auténtico imperativo de la especie. Las leyes abortistas, por muy establecidas que puedan estar en algunos estados, siguen sin contar con el consenso general, somos muchos los que nos oponemos.

La evolución cultural, y el desarrollo de la técnica, nos muestran que el hombre tiene una especial responsabilidad con la naturaleza. Esa responsabilidad comienza con su propia vida, como especie. No se trata de insistir en persecuciones penales, sino de encontrar un nuevo espacio de diálogo, para una mayoría social. Los que compartimos la idea de que la mujer que decide destruir al nuevo ser que lleva en su seno vive una auténtica tragedia. O la de quienes creemos que acabar deliberadamente con la vida humana, aceptando la eutanasia, supone un auténtico fracaso del progreso que hemos podido alcanzar. Los datos científicos cada vez nos ayudan mejor a definir la vida humana, su desarrollo, su comienzo y su (inevitable) final natural. Reforzar su valoración y conjurar sus amenazas es nuestra responsabilidad, como seres dotados de libertad.

 

La cháchara de los idólatras

JUAN MANUEL DE PRADA

Sábado, 23-08-08

VAMOS a intentar escribir unas líneas sobre el accidente aéreo de Barajas que se aparten un poco del asfixiante lugarcomunismo ambiental, que ya se nos sale por las orejas. Inevitablemente, serán palabras que suenen extrañas a nuestros contemporáneos; pero uno ya se ha librado de la degradante esclavitud de escribir para sus contemporáneos. Y esto no me lo tomen las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan como alarde de soberbia, sino como declaración resignada y humildísima.

Las sociedades idolátricas, a diferencia de las sociedades religiosas, no saben afrontar la muerte con naturalidad. Mientras el hombre está sano, la idolatría de la ciencia y el progreso le inspira ideas fatuas, haciéndole creer que es un semidiós; en cambio, cuando está enfermo y no tiene cura (es decir, cuando la ciencia y el progreso se revelan insuficientes o inútiles), al hombre se le dice que vale menos que un gusano. Exactamente lo contrario sucede en las sociedades religiosas, donde al hombre sano se le repite que está hecho de barro y al hombre enfermo se le recuerda que su cuerpo maltrecho será semilla de resurrección. Pero las grandes mentiras de las sociedades idolátricas se muestran todavía más desnudas cuando la muerte acude sin avisar para segar vidas sanas a mansalva, como acaba de ocurrir en este accidente aéreo de Barajas. Ante un acontecimiento luctuoso de esta magnitud, ¿cómo habría reaccionado una sociedad religiosa? Pues habría reaccionado representando autos sacramentales en las calles donde se explicase el poder igualatorio de la muerte, que no respeta ni a los jóvenes, ni a los ricos, ni a los poderosos. Y, al acabar el auto sacramental, un sacerdote habría proclamado las palabras del Evangelio: «No atesoréis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven ni roben». Y con esto la gente alcanzaría el consuelo, pues sabría que, si bien la muerte es un ladrón presto siempre a lanzar su zarpazo, hay un territorio donde ese ladrón no tiene jurisdicción, donde florece una vida nueva bajo el sol de la inmortalidad.

Y, frente a este consuelo religioso, ¿qué se nos ofrece en las sociedades idolátricas? Aquí, en lugar de autos sacramentales, tenemos telediarios y noticieros dándonos un tabarrón que no cesa, tratando de explicar cuál ha sido la causa del accidente: que si una avería en el motor, que si un fallo humano, que si patatín, que si patatán. Y, en lugar de un sacerdote que proclame el Evangelio, tenemos una patulea de politiquillos municipales, autonómicos y nacionales hormigueando por doquier, leyendo declaraciones institucionales de un lugarcomunismo grimoso, convocando minutines de silencio («padrenuestros de la nada», que dice mi admirado Ruiz Quintano; esto es: la oración autista y sordomuda de las sociedades que se han olvidado de rezar), prometiendo que tarde o temprano se determinarán responsabilidades, etcétera. Ni las reconstrucciones virtuales del accidente con que nos apedrean los telediarios ni las comparecencias de los politiquillos sirven para nada; pero unas y otras, repetidas machaconamente, dan una impresión de hiperactividad aturdidora que logra espantar del alma las grandes preguntas. Y de eso se trata, al fin y a la postre: pues, si la gente se formulara las grandes preguntas, inevitablemente concluiría que toda la filfa de progreso y bienestar que le han colado como sucedáneo idolátrico de la religión no vale una mierda. Concluiría, en fin, que aquel Paraíso terrenal que le vendieron los politiquillos sigue siendo el valle de lágrimas del que nos hablaba la religión; sólo que la idolatría del progreso, a cambio de un Paraíso terrenal fantasmagórico, nos arrebató la esperanza en el verdadero Paraíso, allá donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que roben. Y toda esa hiperactividad aturdidora que despliegan en estos días -tan retórica, tan archisabida, tan inútil- no es sino el aspaviento de los farsantes que se esfuerzan por mantener entretenida a la gente a la que previamente le han arrebatado el consuelo. Pues consuelo contra la muerte sólo puede traernos quien tiene palabras de vida eterna; lo que nos traen los idólatras es tan sólo cháchara para los telediarios.


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