"Cuando no deseen Nada, Recibiran Todo" Jesùs


Buen dia Amigos, Reciban la Bendicion de los Corazones Unidos de Jesus y Maria,

11/10/2008

El Gran Oráculo

            En el capítulo precedente hemos comprobado que en el versículo 15 del capítulo 3 del Génesis debemos ver realmente el anuncio divino de la Santísima Virgen. Vamos a estudiar ahora de más cerca este gran oráculo. Invitamos a nuestros lectores, no sólo a una lectura, sino a una meditación. Y es que es maravillosamente rica y profunda esta primera palabra que Dios pronunció sobre su Hijo, sobre sus hijos adoptivos y sobre María, la Madre de esta doble descendencia, que en resumen no es más que una sola. Se diría que, bajo el imperio de su inmenso amor, Dios ha querido decirlo todo a la vez sobre su Amada, su Hija, su Madre, su Esposa.

            Queda claro que, para descubrir toda la riqueza de este texto de importancia incalculable, es de buena hermenéutica que podamos servirnos de todo lo que Dios ha revelado en los siglos posteriores.

            Al tratar largamente de este oráculo, caminamos tras las huellas de nuestro Padre de Montfort, que en el «Tratado de la Verdadera Devoción» y en su «Oración Abrasada» da una amplia explicación y paráfrasis de este precioso texto. Lo reproducimos aquí:

                          Pondré enemistades
                          entre ti y la Mujer,
                          y entre tu descendencia y la suya;
                          Ella te aplastará la cabeza,
                          mientras acechas tú su calcañar
.

            «Enemistades…». Se anuncia aquí una mujer, Madre de una descendencia bendita: a este doble título Ella tendrá un corazón lleno de amor. Pero lleno también de aversión y enemistad, porque, como ya hemos dicho, el odio, en definitiva, no es más que el reverso del amor. Y es notable que tanto la primera palabra sagrada que la Escritura dice de María, como las últimas que sobre Ella nos dice el Apocalipsis, son palabras de enemistad, de lucha y de combate.

            «Enemistades…». Resaltada de este modo, esta palabra sólo puede significar, como se ha observado frecuentemente, que entre María y Satán no habrá más que eso: odio y aversión; y que Ella será, por lo tanto, como un odio viviente y personificado del demonio y de todo lo que viene de él y colabora con él.

            «Enemistades…». Nada más que eso. Por lo tanto, esta Mujer estará siempre y en todas partes en lucha con Satán, su adversario eterno. Y este odio no se apagará ni debilitará jamás; en esta lucha no habrá jamás ni debilidad, ni compromiso, ni armisticio, ni capitulación alguna, menos aún alianza o paz… Dondequiera la encontremos en este mundo, en su eterno goce de la bienaventuranza celestial, en la continuación de su existencia entre nosotros por su influencia y su acción, en todas partes la hallaremos bajo el mismo signo de la contradicción, del combate, de la lucha sin tregua y sin piedad contra el Enemigo de todo bien.

            Por lo tanto, oh María, de todas las puras creaturas, Tú eres la única inmaculada, pura, sin mancha, desde el primer instante de tu Concepción… Por lo tanto, por una protección de Dios totalmente especial, Tú has sido impecable ya desde este mundo… Por lo tanto, Tú «eres toda hermosa», oh María, libre de toda falta grave o leve, y de la más leve imperfección.

            «Ponam… Pondré enemistades», dice el Señor. Es una enemistad totalmente divina, dice Montfort, y la única de que Dios es Autor. Esto nos hace sospechar qué profunda y radical es esta aversión, cavada por Dios mismo en el Corazón de su Madre. Dios es el Autor y el Principio de este odio. El es el fin último, el supremo motivo y el adorable signo de contradicción de esta lucha implacable. Es una enemistad totalmente divina, por parte de la Mujer, se entiende. Entre Ella y el demonio lo que está en juego son las almas, sin duda, pero mucho más —y en el fondo únicamente— Dios solo, inmensamente amado por una parte, y odiado y ferozmente maldito por la otra.

«

            «Entre ti y la Mujer…». Este odio se establece, y esta lucha se realizará, en un sentido que debemos comprender bien, ante todo entre María y el demonio.

            Estas enemistades, como pronto veremos, van a comunicarse a la descendencia de María, que es el mismo Jesús, y a sus hermanos, que son los miembros de su Cuerpo místico.

            Por lo que a estos últimos se refiere, constatemos que la aversión y el ardor de todas las almas santas juntas en el combate contra Satán y el pecado, no puede compararse con la santa ira e indignación profunda de María contra Satán y su calaña. Y por su par­te Sa­tán aborrece más a Aquella a quien mira como su Adversaria personal, que a todas las almas predestinadas de todos los siglos.

            «Entre ti y la Mujer…». El odio y aversión de Cristo contra Sa­tán y el pecado son, de suyo, infinitamente más profundos que los de su Madre.

            Y sin embargo, en cierto sentido, Lucifer detesta más a la Mujer que al mismo Cristo.

            Satán, en la primera fase de la lucha, se volvió no hacia el hombre, sino hacia la mujer, y por ella logró vencer al hombre y a toda su raza. En el segundo «round» de este gigantesco combate la Mujer se verá enfrentada de nuevo con Satán. El verdadero vencedor, en el fondo, será el Hombre por excelencia, el nuevo Adán, Cristo. Pero, según el principio de la «recapitulación», de la revancha sublime, adaptada en todos sus detalles a la primera partida perdida, Cristo se ocultará muy a menudo detrás de su Madre. Esta, sobre todo después de la muerte de Jesús, tendrá una parte muy aparente en la lucha que constituye el fondo de la historia humana. Siempre y en todas partes la Serpiente encontrará a la Mujer en su camino para detectar sus astucias, desbaratar sus emboscadas y aplastarle la cabeza. Ella, y siempre Ella, estará allí para oponerse a sus empresas y hacerlas fracasar. Su aparición lo hace estremecerse de cólera y de temor. Además, le da rabia la vista de Aquella que ocupó su lugar en lo más alto de los cielos, de Aquella que por su humildad conquistó lo que él había perdido por orgullo. Finalmente, ¡qué punzante humillación es para el orgulloso príncipe del infierno ser vencido por una mujer, por una humilde virgen, que se proclama «esclava del Señor», cuando Lucifer quiso llegar a ser semejante al Altísimo y escalar su trono!

            «Entre ti y la Mujer…». Estas palabras quieren señalar también que María será del lado del bien, de la humildad y de la virtud, lo que Satán es del lado del mal, del orgullo y del pecado. Ambos se encuentran respectivamente a la cabeza de los ejércitos del bien y del mal. Ambos son, cada uno a su modo, causa y principio del odio que se comunica a su descendencia. Como Satán es jefe y padre, dice Cristo, de todo lo que es mentira, malicia y pecado, de los demonios, condenados y réprobos; así también María está a la cabeza de todo lo que es bueno, justo y santo, de todo lo que pertenece al partido de Dios. No es que Ella suplante a su Hijo; sino que así como un ejército cuenta con un generalísimo y con un jefe de estado mayor, así también la Santísima Virgen colabora con su Hijo, en subordinación a su mando supremo, en la obtención de la victoria final por Dios y por las almas.

            Y si María debe cumplir una misión tan importante —y la enseñanza de la Iglesia, como más tarde veremos, no deja ninguna duda al respecto—, hay que concluir que Dios le ha infundido todas las cualidades necesarias para dirigir este combate y conducirlo a la victoria: un odio que no se puede desarraigar contra el enemigo de Dios, una perspicacia maravillosa para descubrir y desbaratar las astucias y trampas de Satán y elaborar un plan infalible de batalla, y un poder y una fortaleza invencibles para aplastar y aniquilar el inmenso ejército de Dios con su caudillo infernal.

«

            «Entre tu descendencia y la suya…». El odio recíproco de la Serpiente y de la Mujer pasa a su descendencia, a su raza.

            María está al origen y es el principio de estas enemistades para toda su descendencia, aunque de manera diferente.

            Por lo que mira a su Hijo primogénito, aunque su odio supera infinitamente al de Ella, Ella da a Jesús la naturaleza humana por la que será el nuevo Adán, el Glorificador de su Padre, el Salvador de las almas y el triunfador contra Satán. De este modo, Ella es la fuente de las enemistades que Cristo ejercerá en cuanto hombre contra el Príncipe de las tinieblas, de la lucha que llevará contra él y de los triunfos que contra él conseguirá, del mismo modo que está en cierto sentido, por ejemplo, al origen del Sacerdocio de Cristo, puesto que hacerse hombre y revestirse de la plenitud del sacerdocio es para El una sola y misma cosa, y puesto que debe su humanidad a su Madre amadísima. Igualmente, ser hombre quiere decir para El plenitud de santidad, y, por consiguiente, también aversión radical a Satán y al pecado.

            Por lo que se refiere a nosotros, a quienes la Escritura llama de manera tan impresionante «el resto de su descendencia, reliqui de semine eius», la Virgen Santísima nos comunica directamente el horror del mal y la aversión por Satán. Y es que el odio del pecado no es más que el aspecto negativo de la virtud y de la perfección; y por lo tanto es un efecto de la gracia, y la gracia —toda gracia— nos viene, después de Dios y de Cristo, de María y por María.

            «Entre tu descendencia y la suya…». Nuestro Padre de Mont­fort observa justamente: «Dios ha puesto enemistades, antipatías y odios secretos entre los verdaderos hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y esclavos del diablo; ellos no se aman mutuamente, no tienen correspondencia interior unos con otros. Los hijos de Belial, los esclavos de Satán, los amigos del mundo (pues es la misma cosa), han perseguido siempre hasta aquí y perseguirán más que nunca a aquellos y a aquellas que pertenecen a la Santísima Virgen». Volveremos sobre estas persecuciones. Pero no hay tal vez nadie que haya intentado practicar seriamente la perfecta Devoción a María, que no haya recibido en este campo como avisos secretos y sentido una aversión instintiva hacia ciertas personas, sobre las que más tarde se hizo patente que no se podía uno fiar de ellas, y que, a veces de manera espantosa, pertenecían al bando de Satán. Es evidente que hemos de ser muy prudentes respecto a esta clase de sentimientos, pues debemos temer aquí que no se deje entrada a ilusiones y pretextos, y porque de todos modos debemos practicar, incluso heroicamente, la caridad cristiana.

            A ejemplo de Montfort, que bajo todos los aspectos es el tipo ideal del verdadero hijo y esclavo de María, el amigo heroico de las almas, pero también el enemigo irreconciliable del pecado y de los abusos, debemos abrir ampliamente nuestras almas para que de María, la Mujer fuerte, guerrera, triunfadora, cuyos indignos pero aman­tes hijos somos, se derrame en nosotros el odio sano, santo y vivificante de todo lo que se opone a Dios, a Cristo, a María, a las almas.

«

            «Ella te aplastará la cabeza…». Hemos hecho notar ya que otras traducciones del libro del Génesis y el texto original hebreo leen aquí: «Ipsum conteret caput tuum: Tu linaje le aplastará la cabeza». Pero repetimos también que podemos seguir con toda seguridad el texto de la Vulgata, la traducción latina oficial de la Iglesia, porque esta traducción no puede contener de ningún modo ningún error doctrinal, y porque es indudable que además traduce exactamente, si no la letra, sí al menos el espíritu de la profecía en cuestión, tal como la entendió siempre la Tradición cristiana. «Por haber hecho esto», dice Dios a la Serpiente, «pondré enemistades entre ti y la Mujer», porque tú has contraído una alianza con la mujer contra Mi; tú has vencido al hombre por la mujer; pero en revancha Yo decreto que por la Mujer el Hombre «te aplastará la cabeza».

            Esta ley de la «recirculatio», reconocida por toda la Tradición, incluso la más antigua, exige que la Mujer no sólo viva en enemistad con Satán, sino comparta también la victoria sobre él. A la combinación astuta Satán - Eva - Adán, la infinita Sabiduría de Dios contesta por otra combinación en sentido inverso: Cristo - María - Satán. Esta sublime antítesis exige una participación universal de María en el aplastamiento de Satán. El nuevo Adán, el divino Vencedor de esta batalla secular y mundial, deberá servirse de la nueva Eva como colaboradora y como instrumento universal en todas las fases de su lucha victoriosa. Con la Tradición, los Papas y la Iglesia parafraseamos: «Ella te aplastará la cabeza, mientras acechas tú a su talón».

            «Ella te aplastará la cabeza…». Este aplastamiento del Dragón infernal comenzó en vida propia de la Santísima Virgen, cuando la primera creatura humana quedó sustraída a su potestad por la Concepción Inmaculada de María y cuando, en esta vida sin falta alguna, y en cierto modo impecable, Ella le infligió derrota tras derrota. En efecto, en esta existencia no hay lugar para el pecado, que es el triunfo de Satán; ni para el pecado grave ni para el pecado venial, ni siquiera para la más leve imperfección, de modo que, en esta vida, no se concedió nunca la menor satisfacción al infierno.

            «Ella te aplastará la cabeza…». María participa en todas las derrotas infligidas a la Serpiente. Ella participa en la gran victoria central y decisiva lograda contra Satán por la vida y muerte de Jesús, pues Ella es Corredentora con el Redentor, y por tanto Cotriunfadora con el gran Vencedor. Ella participa también en toda victoria conseguida contra los demonios en el transcurso de los siglos por la Iglesia o cualquier alma; pues cada triunfo sobre Satán, tanto colectivo como individual, es a las claras obra de la gracia, y María es la Mediadora de toda gracia sin excepción: su misión como Adversaria personal de Satán es una consecuencia, o mejor dicho, un aspecto o forma de su Mediación universal de todas las gracias. Y por eso no hay ninguna vida humana ni ningún período agitado de la historia en que, después de Cristo, no debamos atribuir a María, la gloriosa e invencible Adversaria del infierno y de los demonios, todo triunfo del bien sobre el mal, de la virtud sobre la iniquidad, de la verdad sobre la mentira, de la pureza sobre el vicio, de la fe sobre la herejía.

            «Ella te aplastará la cabeza…». No se trata sólo de expulsar, alejar o herir al adversario, sino de aplastarlo. En su propia vida, en la existencia de sus hijos y esclavos de amor, en la historia de la Iglesia y del mundo, Ella infligirá al demonio una derrota total y definitiva. Quien le está y permanece íntimamente unido por una Consagración total, por un recurso confiado y constante, por una imitación de cada instante, alcanzará una victoria brillante sobre el Espíritu de orgullo y de malicia. ¡Qué pensamiento tan consolador para quienes quieren pertenecerle enteramente y para siempre!

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            «Mientras acechas tú su calcañar…». Tú tratarás de herirla en el talón. Una serpiente, con mil ardides y vueltas, se esconde y se desliza para morder el pie que trata de aplastarlo, e inyectarle su veneno mortal.

            A la Mujer, a quien durante su vida en esta tierra la Serpiente trató en vano de seducir y vencer, trata de dañarla ahora en su doctrina. La táctica de Satán es la de intentar disminuir y empequeñecer por todos los medios a la Santísima Virgen a los ojos de los hombres. Por las grandes herejías que suscitó en otro tiempo trató de arrebatarle sus joyas más preciosas, la Maternidad divina, su perpetua Virginidad. Los falsos sistemas modernos, el protestantismo, el jansenismo, el racionalismo, el modernismo y otros, se pusieron de acuerdo en atacar de consuno sus grandezas y glorias, además de otros puntos de doctrina. Es también incontestable que muchos escritores católicos «racionalizantes» y supuestamente sabios se esfuerzan por minimizar sus privilegios o ponerlos en duda, como por ejemplo su Corredención o su Mediación universal de todas las gracias. Y países que hasta estos últimos tiempos parecían inmunizados contra semejantes aberraciones, como por ejemplo Francia, son atormentados ahora por influencias nefastas, que se ejercen a veces a plena luz, pero más a menudo por medio de tractos anónimos sembrados con profusión. Hay que notar que, mientras que en otros puntos de doctrina se es más benigno, en Mariología se exige una demostración que aporte una certeza absoluta.

            Satán combate también a su gloriosa Adversaria en su culto. Donde le es posible suprime en el espíritu y en el corazón de los cristianos todo amor y devoción a la santa Madre de Dios. Protestantes y Jansenistas rivalizaron con sus esfuerzos por ahogar la devoción mariana en el alma de los cristianos. Satán trata de introducir abusos entre las prácticas del culto mariano, él, el «hombre enemigo» del Evangelio, que siembra la cizaña encima de la buena semilla, con la esperanza de que con la cizaña se arrancará también un día la hermosa y buena cosecha mariana. Montfort, en su «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen», escribió páginas vibrantes de emoción e indignación, para quejarse de que no sólo herejes y cismáticos, sino también católicos, y doctores entre estos, no conocen a María más que de un modo muy imperfecto e incompleto, y hacen todos sus esfuerzos por comprometer las prácticas más autorizadas de la devoción mariana, bajo pretexto de suprimir sus abusos… ¡Lo que Montfort escribía en 1712 no ha perdido, desgraciadamente, nada de su actualidad en 1954!

            Satán combate a María en sus hijos, pues, como lo cuenta el Apocalipsis, cuando la Mujer con su Hijo fue sustraída al furor del Dragón, este «se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia». El atormentará a los verdaderos servidores de María de todos los modos posibles, con enfermedades y tribulaciones, con contradicciones y persecuciones, y perseguirá con sus más terribles tentaciones y sus más peligrosas seducciones a quienes María ama con un amor de elección, y a los cuales, por otra parte, Ella, siempre victoriosa, cubrirá con su protección.

            Lo que acabamos de decir de la devoción mariana y de los servidores de María en general, debemos afirmarlo más especialmente aún del culto mariano llevado a su más elevada expresión, y de aquellos que, queriendo amar a María del modo más perfecto, serán para Satán, según la expresión de nuestro Padre, como la «reproducción» de María en este mundo.

            El librito del «Tratado de la Verdadera Devoción», que debía comunicar al mundo de las almas esta forma más elevada de amar y servir a María, el diablo lo desgarró con rabia, y lo mantuvo escondido por espacio de 130 años, tratando de sepultarlo definitivamente «en las tinieblas y el silencio de un cofre». Todos los medios le parecen buenos para oponerse a la difusión de esta devoción mariana más excelente. Suscita malentendidos, inspira a los cristianos mundanos una aversión profunda y un desprecio orgulloso hacia este servicio mariano de mayor perfección. Consigue sublevar contra él a hombres de buena voluntad, y hace surgir contra él toda clase de dificultades y objeciones en las almas. Y cuando ha agotado todos los expedientes, extravía las cartas, hace saltar si es preciso las máquinas de imprenta para impedir la difusión de lo que le da una rabia impotente… Hay aquí algo que provoca asombro, y es que el diablo se obstine en sus resistencias impotentes, cuando debería saber por experiencia, y lo sabe de hecho, que todos estos ardides y todos sus ataques son inútiles a fin de cuentas, y que su temible Adversaria tendrá siempre y sin excepción la última palabra.

«

            «Mientras acechas tú su calcañar…». En estas terribles emboscadas tendrá siempre una parte principal el talón de la Mujer, que debe aplastarle la cabeza. El talón de la Mujer lo son ya en parte todos los que se aplican a llevar una vida mariana más perfecta. Montfort, en efecto, en su célebre profecía recordada más arriba que predice la suerte de su librito, anuncia que «estas fieras convulsas… atacarán y perseguirán aun a aquellos y a aquellas que lo lean y lo lleven a la práctica». En otro lugar dice que «los servidores fieles de esta buena Madre» —y está hablando sin lugar a dudas de los esclavos de amor de Nuestra Señora— «tienen tantas ocasiones de sufrir, y más que los otros que no le son tan devotos. Se los contradice, se los persigue, se los calumnia, no se los puede sufrir». A estos ataques multiformes del demonio quedarán expuestos mucho más aún quienes trabajan por el reino de María, quienes ponen su vida bajo el signo del apostolado mariano, nuestros propagandistas, los «sacerdo­tes de María», que se toman en serio su Consagración mariana y tratan de sembrar en las almas la preciosa semilla mariana…

            Y ¿cómo no enviar aquí un saludo, lleno de amor y admiración, a quien fue el tipo acabado del verdadero esclavo de María y el apóstol infatigable de María, nuestro santo Padre de Montfort? El fue realmente el «talón» de la Mujer; y por permisión de Dios y de Nues­tra Señora, pero por intermedio del odio impotente del demonio, fue pisoteado y aplastado, perseguido y expulsado, ridiculizado y mofado, incluso golpeado y maltratado por Satán en persona, y casi asesinado más de una vez… Pero, fortalecido por la asistencia de su Madre, permanece tranquilo, apacible, imperturbable y aun feliz y jubiloso en medio de las cruces y pruebas más sangrientas; e irresistible también en palabras y en hechos, no deja de ser uno de los mayores apóstoles de todos los tiempos, obrando aún hoy después de varios siglos —¡y qué profundamente!— en millones de almas. Todo ello porque fue, más que nadie, el talón de la Mujer, el vencedor incomparable de Satán, triunfando sobre él y aplastándolo realmente en un número incalculable de almas…

            Todos nosotros queremos ser también los hijos, servidores y apóstoles de Nuestra Señora, los propagandistas de su amor y devoción bajo su forma más hermosa y elevada… Y nadie de nosotros será lo bastante cobarde para sustraerse a su servicio de amor y al ejercicio de su apostolado porque tenga que luchar y combatir, y recibir por eso golpes y heridas. Sufrir y combatir con Ella y por Ella es un honor, una alegría. Las cruces de los esclavos de amor de Nuestra Señora son cruces confitadas, dice Montfort, con el azúcar de la dulzura materna de María. Nosotros también contribuiremos a aplastar a Satán en la medida en que aceptemos ser «talón» de la Mujer y tener parte en las humillaciones, en las pruebas y en el sufrimiento, y sobre todo en la medida en que le permanezcamos estrechamente unidos por una pertenencia total y una vida mariana de cada instante.

CONSAGRADOS A MARÍA
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Las Enemistades

            La Santísima Virgen, después de Cristo, es nuestro Modelo. «Es preciso, en las acciones —dice San Luis María de Montfort—, mirar a María como un modelo acabado de toda virtud y perfección, que el Espíritu Santo ha formado en una pura criatura, para imitar según nuestra pequeña capacidad. Es menester, pues, que en cada acción miremos cómo la hizo María, o como la haría si estuviese en nuestro lugar».

            En los capítulos precedentes hemos contemplado atentamente este modelo, y estudiado sucesivamente las actitudes de la Santísima Virgen con Dios, con Jesús y con los hombres.

            Ahora hemos de considerar otro aspecto importantísimo de esta materia: las actitudes de la Santísima Virgen con Satán y todo lo que viene de él o colabora con él.

            Hay personas que encuentran melosa o sosa la devoción a la Santísima Virgen, sin nervio ni energía, buena a lo sumo, o al menos principalmente, para mujeres y niños.

            Estas personas se equivocan. Y es que no han comprendido bien ni captado del todo en qué consiste la devoción mariana.

            La devoción a Nuestra Señora es, ciertamente, amor y confianza filial; pero también es odio, lucha, conquista: y, por lo tanto, es ante todo devoción de los hombres, si fuera preciso hacer aquí una distinción entre el hombre y la mujer.

            María es toda amor por Dios, porque es su Madre, y también por los hombres, porque también es Madre de ellos. Pero Ella es, además, y en la misma medida, el odio encarnado y la enemistad subsistente contra Satán, que es el enemigo de Dios y de las almas: pues en resumidas cuentas el odio es el reverso del amor.

            También debemos resaltar el lado fuerte de la devoción mariana perfecta en esta hora sobre todo, en que el mundo parece estar implicado en una lucha a muerte desde el punto de vista religioso; en esta hora en que parecemos encontrarnos, según los avisos repetidos del Sumo Pontífice, ante batallas que la historia nunca jamás había conocido hasta ahora.

            María debe estar a la cabeza en estas luchas, como nuestro Modelo y nuestra Capitana. Es la hora en que debemos destacar su misión como Generala de los Ejércitos de Dios, en subordinación a Cristo. Por otra parte, tanto en la teoría como en la práctica, este punto es uno de los aspectos principales y culminantes de la doctrina mariana de Montfort.

            Como siempre, expondremos en primer lugar la doctrina católica sobre este tema. ¿Qué nos enseñan la Escritura y la Tradición sobre el papel de la Santísima Virgen en esta lucha secular y mundial? La Escritura, considerada no solamente con ojos humanos, sino como libro inspirado, del que Dios mismo es Autor principal; la Escritura, iluminada e interpretada por la enseñanza de los Papas, de la Iglesia. Y la Iglesia, enseñándonos no solamente por medio de definiciones dogmáticas que debemos aceptar bajo pena de quedar excluidos de su seno, sino también por el magisterio ordinario, pero igualmente infalible, de los Papas y Obispos.

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            Apoyándose en los Padres y Doctores de la Iglesia, San Pío X, en su gran Encíclica mariana Ad Diem illum, dice que «tene­mos en María, después de Cristo, el fin de la Ley y la realidad de las figuras y profecías» del Antiguo Testamento.

            Dios todopoderoso e infinitamente sabio ha querido dar a la humanidad por adelantado, en personas, acontecimientos y cosas, unos como esbozos de la obra maestra más perfecta —después de Cristo— que un día debía ofrecer al mundo: la hermosísima, purísima y perfectísima María.

            Y así como el artista, en cada esbozo, intenta reproducir ante todo, uno por uno, tal o cual rasgo particular, esta o aquella actitud, esta o aquella disposición de alma de su modelo, para poder combinar y sintetizar más tarde todos estos rasgos en un retrato vivo y parecido; del mismo modo el gran Artista que es Dios quiso que algunas personas y símbolos del período de preparación a la venida de Cristo nos diesen un esbozo anticipado de las diferentes virtudes, privilegios y funciones de la Mujer única, que debía reunir en su sola persona, pero superándolos al infinito, toda la piedad, todas las virtudes, toda la perfección, todo el poder, toda la grandeza, toda la gloria y celebridad de todas las mujeres de la Antigua Ley. Es sumamente interesante, edificante y conmovedor estudiar todo esto en los Libros Santos.

            La Mujer que ha de venir es figurada ya como nueva Eva, como Madre de todos los vivientes, como Ayuda fiel y Socia indisoluble del Reparador, del Redentor, del nuevo Adán; ya como signo de reconciliación, como Mediadora entre el Rey airado y la humanidad culpable. Ella será la Reina que, revestida de esplendor, se mantiene a la diestra del Rey, la Esposa indeciblemente amada, que arrebató el Corazón del Esposo.

            Y si seguimos recorriendo y meditando las Páginas sagradas, nos invade un estremecimiento repentino… La Mujer, que resume y supera toda la bondad, toda la santidad, toda la grandeza de las mujeres de la Antigua Ley, será también, ¡oh sorpresa!, la Mujer fuerte, la Mujer combatiente, la Mujer poderosa por sí sola como todo un ejército en orden de batalla… De repente esta misma Mujer se alza ante nosotros en medio del estruendo de las armas, en pleno choque de los ejércitos…

            Ante nuestros ojos asombrados Ella se alza como la profetisa Débora, que decide al general Barac a la lucha contra el rey Jabín de Canaán y contra Sisac, su comandante en jefe, y le promete la victoria; victoria que, así como comienza por el aliento de una mujer, se consumará por las manos de otra mujer, Jahel, también figura fragmentaria de María, que un día ha de vencer al jefe de los enemigos de Dios: pues cuando Sísara se esconde en la tienda de Jahel, esta, con mano firme, toma un martillo y una estaca, y con algunos golpes enérgicos atraviesa las sienes del jefe adverso y lo deja clavado, impotente, en el suelo.

            Otra mujer de valor, Judit, es una figura, querida por Dios, de la Mujer «triunfadora de todas las batallas de Dios». Holofernes, general de Nabucodonosor, amenaza a Israel, y con fuerzas aplastantes asedia la ciudad de Betulia. La piadosa Judit levanta el ánimo de sus conciudadanos. Su oración y su bravura heroica apartarán del pueblo de Dios las desgracias que lo amenazan. Con un pretexto es admitida en el campamento enemigo y hasta en la tienda de Holofernes. Fortalecida por la oración, se apodera de la propia espada del general enemigo y le corta la cabeza. A toda prisa regresa entonces a Betulia y ordena un ataque general, que culmina con la huida en desbandada de los Asirios. Una vez más el pueblo elegido, el pueblo de Dios, se ve a salvo.

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            Si lo reflexionamos atentamente, no podemos extrañarnos de estas prefiguraciones guerreras de la Santísima Virgen, que tienen todas por tema la liberación y victoria del pueblo de Dios por el aplastamiento del jefe de los ejércitos enemigos. No son más que variaciones, bajo diferentes formas y en distintas circunstancias, del tema fundamental del cristianismo, de la historia del mundo, tema formulado por Dios mismo cuando, después de la caída de Adán y Eva, la divinización y la salvación de la humanidad tomó una nueva forma: la forma de una revancha sublime de Dios contra Satán, revancha para la que El se servirá, en sentido contrario, de las mismas armas de que se sirvió Satán para vencer a la humanidad y, en cierto sentido, a Dios mismo. Este es el sentido del oráculo primordial que la Tradición ha llamado Protoevangelio, o Evangelio anticipado:

            «Por haber hecho esto…,
            pondré enemistades entre ti [Serpiente] y la Mujer,
            y entre tu descendencia y la suya:
            Ella te aplastará la cabeza,
            mientras acechas tú su calcañar»
.

            Junto a Cristo, e incluso antes que a Cristo, se nombra y anuncia aquí a la Mujer en el primer mensaje de esperanza y de salvación.

            Los exegetas han discutido hasta el hartazgo sobre el sentido literal, típico, plenario, etc., de este oráculo. Para nosotros no hay duda de que en sentido literal y fundamental se anuncia a María, aunque bajo el velo de la profecía. Esto nos parece probado tanto por los textos de los Papas, especialmente el de Pío IX, como por el contexto de toda la Escritura, que en resumen no forma más que un libro, la Biblia, y por los hechos ulteriores, que a veces son los únicos en dar la certeza sobre el verdadero contenido de una profecía. Existe, pues, una Mujer —el Evangelio y toda la historia de la Iglesia lo prueban— que se encuentra junto a Cristo, de la que El nació, que llevó y llevará con El hasta el fin la lucha por Dios y por las almas, y que reúne por consiguiente todas las cualidades de esta profecía. Siendo así las cosas, ¿cómo se puede ver anunciada en esta profecía, a la que la Iglesia ha dado siempre la mayor importancia, a una persona que no sea María? ¿cómo se puede ver designada a Eva, o a la mujer en general, interpretaciones en que no se realiza para nada el sentido completo que la Iglesia encontró siempre en este pasaje?

            En el siguiente capítulo, siguiendo a San Luis María de Mont­fort, trataremos de sacar todas las riquezas acumuladas en este texto. Encontraremos en ellas toda la misión de María como Madre de Cristo, y por lo tanto de Dios, y como Madre de los hombres, como Corredentora y Mediadora de todas las gracias. Esta última misión de María queda representada, puesto que lo es también en realidad, bajo la figura de una lucha encarnizada contra Satán, cuya cabeza aplasta María, mientras que Eva fue vencida por el demonio.

            Algunos instantes solamente de reflexión sobre este oráculo fundamental nos harán intuir el lado fuerte, combativo y conquistador de la devoción mariana, y decidirnos sin dudar a tomar parte con la Mu­jer a su odio santo, a sus luchas, a sus victorias.

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Caridad delicada y atenta

            Según el precepto de Cristo y el ejemplo de su divina Madre, nuestra caridad con el prójimo debe ser una caridad sobrenatural y donadora, una caridad que lo perdona y soporta todo.

            El valor de nuestra caridad puede realzarse considerablemente por la manera de cumplir estos deberes caritativos. Por eso tenemos que señalar aún una cualidad del amor materno de María por las almas, que es su coronación y su flor, la flor encantadora y odorífera de la caridad cristiana: la delicadeza, la amabilidad atenta en el ejercicio de esta bellísima virtud.

            Nuestra Señora era en la tierra, por su sencillez, una aparición encantadora. Ella atraía irresistiblemente por la dulzura de su carácter, la amenidad de sus modales, la amabilidad de su trato y la dulce sonrisa que nunca abandonaba su rostro.

            Su incomparable delicadeza y su servicial bondad se deducen claramente de un hecho evangélico, en el que Ella jugó un papel decisivo y que nos ha sido conservado por San Juan, cuyos escritos han enriquecido nuestros conocimientos marianos sobre otros muchos puntos.

            El hecho sucede en Caná, no lejos de Nazaret. Se celebraban unas bodas, en las que, como dice el Evangelio, estaba presente la Madre de Jesús, y a las que fue invitado también Jesús con sus discípulos. No se sabe por qué causa, pero muy rápido el vino llegó a faltar. La Madre de Jesús se da cuenta del aprieto de sus anfitriones. Con una oración implícita hace saber el apuro a su Hijo por estas sencillas palabras, que lo dicen todo: «No tienen vino».

            Jesús, a primera vista, parece rechazar el pedido implícito de su Madre con palabras de sentido un poco oscuro para nosotros, y añade: «Aún no ha llegado mi hora».

            María no se desconcierta por este rechazo aparente. «Haced lo que El os diga», ordena a los servidores del festín. Y, en efecto, algunos minutos más tarde Jesús transforma en excelente vino el agua de que estaban llenas seis grandes tinajas de piedra, que estaban allí para servir para las purificaciones.

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            Muchas consideraciones se imponen a nosotros ante la narración de este prodigio. Al contarnos esta intervención decisiva de la Santísima Virgen en este episodio tan importante de la vida de Jesús, San Juan quiso subrayar el irresistible poder de la oración de Nuestra Señora y su universal intervención para obtener maravillas del poder y de la bondad divinas.

            Jesús parece negarse al principio; pero no es más que para mostrar aún mejor la fe y la confianza de su Madre amadísima.

            Tenemos aquí una prueba palpable del maravilloso ascendiente que Dios ha querido conceder sobre su Corazón a Aquella que es su Madre y Esposa espiritual. Nada puede resistir a su oración, ni en el cielo ni en la tierra… La palabra de San Bernardo nos viene aquí a la memoria: «¡Al imperio de Dios todo se somete, incluso la Virgen; y al imperio de la Virgen todo se somete, incluso Dios!». Ella es realmente la Omnipotencia suplicante.

            ¡Qué considerable es que Dios haya atribuido a la Santísima Virgen una intervención tan decisiva en la realización del primer milagro de Cristo, por el que El inaugura su vida pública, manifiesta su gloria por vez primera, y se gana definitivamente a sus primeros discípulos!

            Por sus méritos y sus oraciones María había obtenido la Encarnación y adelantado la hora de la venida del Hijo de Dios a este mundo. Por las mismas oraciones y la misma santidad Ella adelanta ahora la manifestación de Jesús al mundo, pues «su hora aún no había llegado».

            Durante toda su vida oculta Jesús vive unido a su Madre y le es obediente y sumiso. Volvemos a encontrar esta unión y una cierta dependencia de María al umbral de su vida pública, que por eso mismo queda totalmente marcada de un sello mariano.

            María sabía que su Jesús, en su amor inmenso hacia Ella, no iba a negarle nada. Por eso, a pesar de todas las apariencias contrarias, Ella dice tranquilamente a los servidores: «Haced lo que El os diga». Ella no sabe exactamente qué va a suceder, pero está firmemente convencida de que algo sucederá, que su deseo se verá cumplido, y que sus protegidos serán sacados del aprieto.

            Constatación de gran importancia, que aunque no se refiera al fin principal que aquí intentamos, debíamos subrayar a causa de su valor excepcional desde el punto de vista mariano.

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            Hemos referido este hecho sobre todo para resaltar en la Santísima Virgen, que es nuestro Modelo también en este punto, la delicadeza atenta de su caridad.

            Es probable que no fuera necesario hacerle saber que se dejaba sentir la falta de vino. Con tacto, esta delicadeza que es propia de ciertas personas y que la Santísima Virgen poseía al más alto grado, Ella adivinó sin duda el aprieto de quienes la habían invitado. Todo esto no es inverosímil.

            Pero lo que en todo caso parece cierto, es que no se pidió su intervención para remediar esta situación. ¿Qué podía hacer Ella? Jesús aún no había hecho ningún milagro. Nadie podía sospechar que El podía, a su gusto, alterar las leyes de la naturaleza. Sólo María, juntamente con el mismo Jesús, conocía este poder.

            Así pues, por sí misma, sin que nadie se lo pidiese, por bondad de alma, por compasión por el aprieto de sus anfitriones, Ella intervino ante su Hijo, y alcanzó de su Corazón un milagro, el primero que haya realizado.

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            Esta debe ser también, a ejemplo de Jesús y de su Madre, nuestra propia caridad: amable, atenta, delicada.

            Debemos ayudarnos unos a otros, hacernos favores mutuamente, pero no de manera huraña, con palabras duras, enfurruñándose, refunfuñando, visiblemente a regañadientes.

            Para hacer un favor no esperemos a que nos los pidan, y menos aún a que nos insistan y supliquen. Si no, perdemos el cincuenta por ciento, y más, del mérito del favor hecho. Estemos dispuestos a socorrer al prójimo a la primera señal, al primer pedido; más aún, adelantémonos a los deseos de los demás, buscando la ocasión para complacernos unos a otros, «honore invicem prævenientes», dice San Pablo; por respeto a nuestra dignidad de hijos de Dios y de la Santísima Virgen, seamos atentos unos con otros… Seamos afables, sabiendo también hacer un favor desagradable de manera amable, con una sonrisa. Cuando algunos cristianos hacen algún favor, se diría que se les hace uno a ellos, por la buena gana con que lo hacen. Y en el fondo es así. Pues «mayor felicidad hay en dar que en recibir», dice el Señor. Y quien hace un favor por un motivo sobrenatural gana con esto mucho más que aquel a quien se hace este favor…

            La vida en las familias, y también en ciertos conventos, es a veces poco agradable, incluso dura. ¡Qué hermosa y soleada sería esta misma vida, si todos nos ejerciéramos en tratarnos amablemente unos a otros, en complacernos y mostrarnos mutuamente buenos modales! «¡Qué bueno y dulce es habitar los hermanos todos juntos!», canta el Salmista. Bajo la mirada y con los alientos de nuestra Madre, ayudemos a realizar este ideal en la familia natural o religiosa de que formamos parte.

            Se habla a veces del «apostolado de la sonrisa». Es cierto que las personas habitualmente sonrientes ejercen una misteriosa fuerza de atracción. Cuesta más que a las demás resistirles o negarles algo.

            Hay personas que tienen esta amabilidad y afabilidad por naturaleza. Que se sirvan de ellas para bien y dicha de sus semejantes. En todo caso, esforcémonos por ser, mediante una bondad amable y una alegría dulce, el buen olor de Jesús y de María.

            Quien quiere hacer apostolado, sobre todo mariano, debe ejercerse en este trato afable, en estos modales atractivos, siempre con espíritu sobrenatural, a fin de atraer a todo el mundo al servicio de amor de la Reina, y por Ella al de Cristo y de Dios, que es Caridad.

"Cuando no deseen Nada, Recibiran Todo" Jesùs


Buen dia Amigos, Reciban la Bendicion de los Corazones Unidos de Jesus y Maria,
 

Caridad donadora y generosa

            La caridad de Nuestra Señora por los hombres es también caridad donadora, caridad que se sacrifica.

            El amor verdadero es un amor que da. Cuando se ama realmente se da, se da mucho y de buena gana, y un gran amor hace darlo todo con alegría y sin excepción. Y sólo el amor da, como observa muy psicológicamente Santo Tomás. El amor humano muy a menudo se preocupara sólo por gozar, y no es por lo tanto un amor verdadero, sino más bien un egoísmo camuflado; lo cual hace decir que para muchos esposos el matrimonio es «un egoísmo de dos».

            No es así el amor que nuestra Madre nos tiene a nosotros: es un amor que da.

            Ella nos da todo lo que se llama gracia: todo lo que la humanidad tiene de vida, de actividad, de facultades y bienes sobrenaturales, y todos los bienes naturales en la medida en que se encuentran vinculados con lo sobrenatural, se lo debemos a Ella después de Dios.

            ¿Qué nos dio Ella? Su vida, su tiempo, su trabajo, su oración, sus méritos, sus lágrimas, sus sufrimientos, su muerte; toda su vida, sobre todo desde la Encarnación de Jesús en su seno, porque Ella lo ofreció todo por la redención y santificación de los hombres, y porque todo en su vida tuvo un valor redentor, meritorio y satisfactorio, igual que toda la existencia de Jesús, y no sólo su Pasión y muerte, tenía un poder de redención y santificación para el mundo.

            ¿Qué nos dio Ella? A Jesús mismo, y «con El todas las cosas». San Juan constata con admiración y emoción: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único». Nuestra Señora hizo lo mismo. Su consentimiento, por libre voluntad de Dios, era indispensable tanto para la venida de Cristo a este mundo como para su partida, tanto para su concepción como para su muerte. Este fiat Ella lo dijo por sumisión amorosa a las voluntades de Dios, y también por piedad y caridad con el pobre mundo de los hombres.

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            Pero dar para Ella es también ceder, privarse, sufrir. «Ella no perdonó a su propia alma», como canta la Iglesia agradecida; Ella sacrificó a su Hijo en un dolor inexpresable. A Abraham le pidió Dios sacrificar a su hijo Isaac, para asegurarle una descendencia innumerable. Para dar la vida divina a innumerables hijos adoptivos, la Madre de los dolores debió entregar a su Hijo a sufrimientos indecibles y a una muerte espantosa. Y la espada de dolor, que atravesó su dulce alma durante la sangrienta Pasión de su Hijo, Ella la llevó de hecho en su corazón desde la sombría profecía de Simeón en el Templo; sí, desde el mismo momento en que se convirtió en Madre del Mesías.

            Jesús, antes de dejarnos, nos enseñó que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos». Señor, Tú sabes que hay una excepción a esta regla. Cuando tu Madre te entregó a las torturas y a la muerte, Ella nos dio una prueba más preciosa de su tiernísima caridad que si Ella misma hubiese soportado el martirio más cruel; y es que tu vida le era infinitamente más preciosa que su propia vida, y Ella habría preferido mil veces sufrir todos tus sufrimientos, antes que tener que aceptar que Tú los soportases, y eso bajo su propia mirada.

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            María da por caridad, lo da todo sin excepción y sin reserva, y lo da frecuentemente a costa de sí misma.

            Eso se resalta claramente en una hermosa narración evangélica.

            El Arcángel le ha traído el gran Mensaje, y por su humilde fiat Ella se ha convertido en Madre del Hijo de Dios; El es ahora su Hijo, su niñito, a quien lleva en su Corazón con amorosa adoración…

            No es difícil comprender que, más que nunca a partir de este instante, Ella no tiene más que un solo atractivo: callarse, ocultarse, estar sola con El en el silencio y el amor…

            Pero por Gabriel Ella se ha enterado de que su parienta ya entrada en años, Isabel, también va a ser madre, y que por lo tanto está precisando de sus servicios, o al menos estos pueden serle muy útiles. Además, bajo la influencia de Jesús, Ella presiente que tendrá que cumplir allí una misión más elevada, que hay allí almas que la esperan, porque Ella lleva a Jesús…

            Por eso Ella no duda. Sus preferencias personales no cuentan para nada. Ella no retrocede tampoco ante las dificultades y fatigas inherentes a semejante viaje por país montañoso. «Abiit in montana cum festinatione»… Con prontitud Ella se pone en camino para cum­plir su misión de caridad, y sobre todo para ser el Copón vivo que llevará Jesús a las almas que aspiran a El…

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            Hijos y esclavos de amor de la Santísima Virgen, ¡qué magnífico ejemplo para nosotros!

            Debemos amar a nuestro prójimo, a todos los hombres, con una caridad que lo perdona y soporta todo, pero también con un amor de generosidad y de sacrificio.

            Retengamos bien esto: amar no es recibir ni ser mimado; amar es dar, darse, sacrificarse.

            A ejemplo de Jesús y de su dulce Madre queremos dar, de ahora en adelante, con caridad sobrenatural.

            De manera delicada y generosa, demos a los pobres e indigentes pan, vestidos, dinero, de modo que jamás ninguno de ellos abandone nuestra morada sin ayuda o sin consuelo. Más vale aún, tal vez, dar a las instituciones caritativas cristianas, que pueden aliviar las miserias de modo más eficaz y con mayor discernimiento.

            En la medida de nuestras posibilidades, visitemos y cuidemos a los enfermos, sobre todo a los más abandonados, y tratemos de levantar, con palabras delicadas y cordiales, el ánimo de quienes se encuentran abatidos y probados.

            Demos al prójimo algo de nuestros bienes, de nuestro tiempo, de nuestras fuerzas. Démosle también nuestra oración, nuestra amistad, la caridad de nuestro corazón, que son bienes mucho más preciosos que los bienes materiales.

            ¡Qué consolador es para nosotros, esclavos de amor de la Santísima Virgen, escuchar a nuestro Padre de Montfort decirnos que nuestra Consagración a María nos hace practicar la caridad de manera eminente, puesto que damos a la Santísima Virgen todo el valor comunicable de nuestras oraciones y buenas obras, dejándole pleno y entero derecho de disponer de todo ello en favor de nuestro prójimo, tanto en la tierra como en el Purgatorio!

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            Tratemos de dar Jesús y María a las almas. Eso quiere decir que hemos de ser apóstoles, formar parte de organizaciones de acción católica y de apostolado sobrenatural recomendadas por la Iglesia, y saber aprovechar ávidamente toda ocasión de conquista para Cristo y su divina Madre. Es cierto que antes hemos de trabajar en nuestra formación personal, pero también debemos esforzarnos por conducir otras almas a Dios, a Cristo, a Nuestra Señora, y eso será asegurarles los bienes más preciosos.

            Un hijo y esclavo de María debe ser apóstol. San Luis María de Montfort asigna como uno de los efectos maravillosos de la práctica fiel de su excelente Devoción a María una «fe valiente, que nos hará emprender y llevar a término, sin vacilar, grandes cosas por Dios y la salvación de las almas».

            Nuestra época es la del apostolado seglar, que no sólo es útil, sino también necesario para la salvación de la humanidad.

            Prometamos, por amor a Dios y a Nuestra Señora, ser apóstoles en nuestro entorno, en nuestra parroquia, en una esfera aún más extensa si nos es posible.

            Eso será llevar Jesús a las almas.

            Y Jesús por María. Demos María a las almas, pues Ella lleva siempre consigo a Jesús. Seamos los apóstoles de la devoción mariana bajo todas sus formas: el Rosario, el Angelus, los primeros sábados, la consagración mariana, etc. Seámoslo sobre todo de la Devoción mariana bajo su forma más perfecta y elevada: la santa esclavitud. Divulguemos para esto la revista que es el único órgano de este movimiento mariano más rico. Propaguemos los escritos de nuestro Padre de Montfort, y los libros y folletos compuestos en este mismo espíritu. ¿Montfort no nos dice que «un buen siervo y esclavo de María no debe permanecer ocioso, sino que es preciso que, apoyado en su protección, emprenda y realice grandes cosas para esta augusta Soberana»; y que «es preciso atraer a todo el mundo, si se puede, a su servicio y a esta verdadera y sólida Devoción»?.

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            Todo esto sólo puede hacerse a costa de nosotros mismos.

            Demos a los pobres, a las misiones, a las buenas obras, sobre todo a las obras marianas, incluso cuando esto exija imponernos algunas restricciones. Debemos consolar y alentar a los demás, incluso cuando nosotros mismos tengamos necesidad de ser consolados. Asistamos a los enfermos y a los desgraciados, incluso cuando esto nos repugne y nos obligue a vencernos.

            No hagamos apostolado, como a veces se practica, a modo de deporte o de pasatiempo. Cuando Su Santidad Pío XII, en su alocución del 13 de mayo de 1946 a 600.000 peregrinos de Fátima, les hacía notar que se habían enrolado en la cruzada por el reino de María, les recordaba también que habían prometido esforzarse por que la Santísima Virgen fuese más ardientemente conocida, honrada y servida en las almas, en las familias y en la sociedad.

            Así hemos de comprender el apostolado, que queremos ejercer cueste lo que cueste. Para eso venzamos nuestra timidez y nuestras repugnancias, sepamos imponernos sacrificios y fatigas; bajo una sabia dirección, y a imitación de nuestro Padre de Montfort, vayamos hasta el final, gastémonos del todo, muramos si es preciso en esta misión por las almas, para el reino de Dios por el reino de María.

            San Juan escribe: «El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos».

            Así practicó Jesús la caridad; y también su divina Madre, al sacrificar la vida de su Hijo, que le era infinitamente más preciosa que la suya propia.

            Nuestro Padre de Montfort arriesgó su vida, y cuántas veces, por sus semejantes, por su bien corporal o de alma; dio realmente su vida por las almas, pues por ellas torturó su pobre cuerpo y por ellas se mató trabajando.

            ¡Ojalá nuestra caridad, con la ayuda de Nuestra Señora y a imitación suya, se eleve a tal altura que estemos dispuestos a darlo todo, a sacrificarlo todo, incluso nuestra propia vida, por la salvación y santificación del mundo, por el reino de amor de nuestra divina Madre, por el triunfo de la causa de Dios!

 

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Eduardo Josê Garcia
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El Esclavo de la Esclava del Señor M.S.A.S

"Totus Tuus Maria Ego Sum"


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