Una tarde en el lugar en que comenzó a rehacerse la cultura de Europa (Diumenge, 6 de julio de 2003) |
En un viaje de dos días a Roma, el trabajo previsto me permitió una tarde casi libre. Un amigo se brinda a llevarme a la cueva de Subiaco. Había estado en otra ocasión, pero me agradaba volver porque me impresiona el austero y extraño lugar donde comenzó la cultura de Europa, por obra de San Benito, en una pequeña y difícil cueva. Allí comenzó la culturización de Europa y la evangelización de bastantes territorios, con tres años de pura vida contemplativa de San Benito en aquella cueva. Recordando este hecho, me venía a la memoria la repetida afirmación de que nuestro siglo XXI será contemplativo o no será. Hace también 1.500 años que de un contemplativo nació, o renació, la nueva Europa.
San Benito nació en la región de Nursia, hacia el año 480, y sus padres eran gente pudiente. Sabemos que tuvo una hermana, llamada Escolástica, que se había consagrado a Dios siendo aún joven. Terminados los primeros estudios en su tierra natal, Benito fue a Roma para cursar estudios superiores. No permaneció allí mucho tiempo, impresionado por la corrupción romana. Tras una breve permanencia en Affile, deseó una mayor soledad. Quizá el joven había oído hablar del monasterio de Adeodato; subiendo por el monte Taleo, en la orilla derecha del Aniene, encontró al monje Romano, el cual le indicó una horrible cueva, situada precisamente debajo de su monasterio. San Benito permaneció en la cueva durante tres años, ignorado por todos, a excepción de Dios y del monje Romano. Éste, desde la cima de la pared rocosa en la que se halla la cueva, hacía bajar, mediante una larga cuerda, una parte de sus propios alimentos, para dar de comer al joven eremita. A pesar de la generosa y discreta asistencia de Romano, la vida de San Benito en la cueva fue durísima. No faltaron momentos de desánimo y de tentación.
Después de tres años, su soledad empezó a disminuir. Más tarde fue llamado como superior de un monasterio cercano, pero los monjes, considerándolo demasiado severo, lo hicieron marchar. Y esto permitió al santo regresar a su soledad. Su nombre era ya conocido, y numerosos discípulos vinieron de todas partes para unirse a él. El santo se estableció junto con sus discípulos junto a la orilla del más alto de los Lagos Neronianos, utilizando probablemente una construcción de la villa imperial que estaba aún en buenas condiciones. En este lugar San Benito vivió durante más de veinte años y aquí comenzó y se perfeccionó aquel tipo de vida monástica que refleja la Regla benedictina, cuya primera redacción corresponde precisamente a aquellos años de estancia en el cenobio sublacense, junto al Lago Neroniano. Llegaron hasta él discípulos con edades, orígenes y condiciones diferentes.
Desde aquella cueva, transformado reciamente como recuerda una antiquísima inscripción en la roca-, Benito envió a sus monjes a evangelizar Francia, Inglaterra, Germania, Hispania -"donde convirtió a los visigodos", se lee- y otros muchos países.
Nada fue fácil entonces. Como tampoco lo es en nuestra época, pero cómo se hizo aquello lo recuerda allí mismo otra frase de San Benito: "Por obediencia participamos del trabajo para Dios; por la paciencia participamos en las pasiones de Cristo".
Al abandonar el recinto, pensaba que -quince siglos más tarde- siguen siendo precisos el trabajo (evangelización) para Dios y la paciencia en las dificultades y sufrimientos que nos unen a la pasión de Cristo.
Ricard M. Cardenal Carles, arzobispo emérito de Barcelona