I. INTRODUCCIÓN 1. Deber sagrado: Como pastores del Pueblo de Dios, tenemos el sagrado deber de señalar y denunciar todo aquello que contravenga el plan de Dios sobre el ser humano, criatura por excelencia, inteligente y razonable, capaz de reconocer el maravilloso don de la vida y su papel protagónico en la procreación y conservación de la raza humana y el cuido, desarrollo y progreso de la vida en el planeta, para bienestar de todos los hombres y mujeres que lo habitan. (Cf. Gen 1,26-28). |
2. El don de la Vida y Vida Eterna
En efecto, ya en el Antiguo Testamento se
plantea la maravilla de la vida humana como el regalo que Dios da al
hombre y que nadie tiene derecho a conculcar. Un don que el hombre percibe,
valora y agradece y que le predispone de inmediato para aceptar a su
Creador, como el Ser a quien reconoce superior y digno de amor y
obediencia. El don de la vida y su capacidad de entenderlo y disfrutarlo,
hace del ser humano, no solamente el dominador, sino el dichoso habitante
del mundo, quien, a semejanza de Dios, también puede transmitir la vida y
hacer partícipes de su felicidad a otros seres, a quienes puede reconocer
como suyos y en quienes puede vaciar todo su amor.
La conciencia plena de este don de la vida
es un proceso que poco a poco van jalonando las afirmaciones del Libro
Santo, hasta llegar a la plenitud en Cristo Jesús, cuya resurrección da a
la vida humana su máxima realización y perfección, como vida que
trasciende los límites de lo terreno, se insertá en la vida misma de Dios,
alcanza la inmortalidad y hace de la muerte natural que tenemos que
padecer, un bien que nos abre las puertas de la eternidad: «Porque ésta
es la voluntad de mi Padre, que todo el que vea al Hijo y crea en El,
tenga vida eterna y que yo lo resucite en el último día» (Jn 6,40).
«La gloria de Dios es que el hombre viva»,
dijo San Ireneo de Lyon, en los inicios de la era cristiana.
«La gloria de Dios es que el pobre viva»,
tuvo que afirmar un obispo latinoamericano en las circunstancias sociales
injustas en que se desenvuelve nuestro continente.
«La gloria de Dios es que el infante viva»,
nos vemos obligados a decir los Obispos de Costa Rica, en la coyuntura de
que nuestra Asamblea Legislativa analice nuevamente un proyecto de ley que
contempla la posibilidad del aborto.
3. La vida es
sagrada: Somos hijos de Dios
El Nuevo Testamento absolutizó aún más la
sacralidad de la vida humana, al profundizar en el Sermón de la Montaña la
ley mosaica, extendiendo el «no matarás» hasta la obligación de «no
encolerizarse», «no ofender» al hermano (Cfr. Mt 5,21 55) y convertir el
amor al otro en el único termómetro que indica la autenticidad del amor de
Dios: «Si alguno dice Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso,
pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no
ve». (Jn 4, 20).
Así, el hecho de que el Hijo eterno del
Padre haya tomado vida humana, la ennoblece y santifica, al llenarla con
todos los dones de gracia y santidad, para asumirla en la riqueza de la
filiación divina.
La constante enseñanza de la Iglesia plantea
la vida como inviolable, y ante la significativa lista de textos que
podemos citar (1), que nos servirán de guía en el presente documento, nos
permitimos recordar tan sólo la enseñanza solemne de Vaticano II: «Por
tanto, la vida, desde su concepción, ha de ser salvaguardada con el máximo
cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (G. et
S.51).
Porque la doctrina es clara y el peligro de
irrespeto a la vida es real, los Obispos, nos sentimos obligados a
plantear las reflexiones doctrinales fundamentales, que recuerdan a los
hombres de buena voluntad, que este signo de muerte, no es en modo alguno
coherente con los grandes progresos humanos, científicos y tecnológicos,
que hemos visto aparecer en nuestro Siglo.
II.
ALGUNAS CONSIDERACIONES ETICOMEDICAS SOBRE EL ABORTO
4. Una vida nueva
Para nosotros, los Obispos de Costa Rica, es
muy reconfortante constatar que la afirmación de la Iglesia «de que a
partir de la fecundación misma, mediante la unión del espermatozoide y
óvulo humanos, surge un nuevo ser humano individual», es la comúnmente
aceptada dentro del mundo científico y sobre todo por la ingeniería
genética, y que aquellos que la niegan o ponen en duda, no han podido
encontrar argumentos convincentes y seriamente científicos.
Al existir entonces la fecundación, lo único que le hace falta a (Ver anexo 1) ese nuevo «ser humano», es desarrollarse a través de las diferentes facetas biológicas para llegar a su plenitud.
Es por esta razón que la Iglesia, en su
declaración «Sobre el Aborto Procurado», del año 1974, llega a decir lo
siguiente: «Desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura
una nueva vida, que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un
nuevo ser humano, con características de ambos. Jamás llegará a ser
humano, si no lo ha sido desde entonces». (Congregación para la Doctrina
de la Fe, 1974).
5. El respeto a la vida humana
Cuando se trata de embarazos ectópicos o
extrauterinos, la Iglesia considera los procedimientos médicos a seguir en
función del don de la salud, como moralmente lícitos, siempre y cuando se
guarden las consideraciones del caso y se hagan los esfuerzos necesarios
por proteger la salud y la integridad, tanto de la madre como del
no-nacido. En aquellas situaciones en las que, gracias a los avances de
las técnicas eugenésicas (fetoscopía u amnioscopía, amniocentesis,
ultrasonido o ecografía) se lograra determinar, a partir fundamentalmente
de la etapa embriológica, que el estado del niño no es del todo
satisfactorio a causa de alguna posible deformación congénita, no sería
moralmente justo ni legalmente permitido para médicos o padres, ocasionar
un aborto. Porque, desde la más elemental humanidad, la vida humana,
aunque enferma, débil o no deseada, sigue conservando su dignidad y su
derecho, humano y divino, de ser protegida, respetada y salvaguardada,
tanto a nivel personal como social, desde la concepción hasta el momento
mismo de su muerte (Ref. Humanae Vitae).
a. Que
no de toda violación sexual, como supone el mencionado proyecto, se sigue
un embarazo; esto bien es infrecuente, porque tendría que suceder la
violación en período de ovulación.
b. Todo
embarazo no deseado, incluso a veces hasta alguno deseado, supone una
alteración emocional en la madre, como ocurre en cualquier situación seria
de la vida; pero de ahí a suponer que venga a producirse «un grave peligro»
para la salud psíquica de la madre, media un gran abismo.
c. La
experiencia nos enseña que un niño y una maternidad -que algunos gustan de
llamar no deseada-, se convierten, con el paso de los días, en un niño
querido y en una maternidad aceptada, no solamente por la madre sino por
toda la familia, sobre todo si se ha recurrido oportunamente a la
orientación psicológica y a los auxilios de la fe. d. No se ha logrado demostrar claramente hasta ahora, que un grave trastorno psíquico en una madre embarazada involuntariamente, se cure mediante un aborto. Más bien la experiencia parece indicar que el aborto como «remedio psíquico» es mucho más perjudicial para la madre, ya que junto al dolor de la agresión, aparece el conflicto inevitable de haber provocado un homicidio.
e.
Nunca será ético provocar un aborto, esto es, un homicidio, para
remediar el salvajismo de una violación sexual, ya que el aborto ni
remedia la violación, ni da tranquilidad a las conciencias, ni sana las
heridas psíquicas. No es ético remediar una injusticia a todas luces
punible, con otra injusticia: la muerte de un inocente.
f. Si en el peor de los casos, la madre violada siguiera rechazando a su hijo una vez nacido, el sentido de la prudencia y la proporcionalidad, parece indicar que, lo más sensato sería, legislar en favor de los desvalidos e inocentes y no en favor de que se acepte como legal, un homicidio que es inmoral. Lo conveniente sería legislar para facilitar la ayuda a la madre en esa situación y mejorar los sistemas de adopción.
Si defendemos el derecho a la salud, a la
vivienda, a la educación, al trabajo, a la libre expresión, etc., con
mucha mayor razón debemos defender el derecho fundamental a la vida, sobre
el cual descansan todos los demás derechos y deberes.
Nuestra responsabilidad moral, nacional y
política, nos urge a que analicemos objetivamente, los aspectos
estructurales de la problemática del hombre y de la sociedad costarricense
actuales, en vez de detenernos en una de sus partes. III. ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE MORAL Y LEY CIVIL
9. El derecho a la vida es patrimonio de la
humanidad entera y no patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica
a. Estamos
conscientes de que «la comunidad política y la Iglesia, son independientes
y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por
diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del
hombre. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor Redentor, contribuye
a difundir cada vez más, el reino de la justicia y de la caridad en el
seno de cada nación. Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y
en todas partes, predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su
doctrina, ejercer su misión entre los hombres y dar su juicio moral cuando
lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las
almas».
(Cf. G. et S. #76).
b. Amparados
en esta doctrina de la Iglesia, en los derechos fundamentales del hombre,
reconocidos por la Declaración
Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1948) y en nuestra
Constitución Política, especialmente en su artículo 21 y siguientes, es
que queremos dejar claro que no pretendemos en ningún momento, un
sometimiento del Estado Costarricense y de su Poder Legislativo, a una
moral determinada, como la moral de inspiración católica. c. No obstante, en el caso de una posible reforma al artículo 121 del Código Penal Costarricense, no debemos perder de vista que la defensa del derecho a la vida, desde el momento mismo de su concepción hasta su desenlace natural, no es patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica, sino de la humanidad entera, y por ende, debe ser defendido por todos los hombres y grupos organizados, en cuanto derecho natural. Si se trata de un patrimonio común y natural, anterior a cualquier legislación escrita, es de sentido común que los que legislan, lo hagan respetando ese derecho que es absolutamente irrenunciable, pues, de lo contrario, ni la sociedad ni el Estado tendrían razón de ser. Nos oponemos a una posible legislación abortista, no por «fanatismo religioso trasnochado», ni por un catolicismo «a ultranza», sino por una obligación y solidaridad indeclinables de
10. Lo legal no siempre es moral
11. «La justa autonomía de la conciencia
individual»
12. Igualdad Constitucional
IV. EXIGENCIAS
MORALES DE LOS CATÓLICOS
13. A los católicos en primer lugar
14. Olvido de Dios
y olvido de la dignidad humana
16. Los profesionales católicos
17. Nuestro llamado
Queremos hacer enfática nuestra condena, de
la práctica ilegal del aborto en nuestro país y la señalamos más
deplorable aún, cuando está motivada por la ambición de algunos
profesionales inescrupulosos, que han hecho del aborto un medio indigno de
lucro, a costa de vidas inocentes e indefensas. |
GLORIA A DIOS EN LOS CIELOS
1. «La gloria de Dios, que el hombre viva»
Hemos de agradecer a San Ireneo esta feliz expresión teológica que nos ayuda a entender el misterio de la Encarnación y la Navidad. Nos pintaban la gloria de Dios como una realidad espléndida en la que Dios se envolvía (cf. Ez 19, 9. 24), como la santidad y trascendencia que separa a Dios de todas las criaturas (cf. Ez 24,16; 40, 34; 1 Re 8,10-1 1 ; Is 6). Nos pintaban la gloria de Dios como algo que nos asombraba, nos alejaba, nos castigaba. La gloria de Dios es brillante luz, majestad inaccesible, rostro temible, fuego devorador.
Ahora sabemos que la gloria de Dios es algo muy distinto, casi todo lo contrario. La gloria de Dios es algo que nos alegra, nos acerca y nos pacifica. La gloria de Dios es el resplandor que brota de su gran corazón. La gloria de Dios, o el nombre de Dios, esa realidad última e íntima que Moisés quería conocer (cf. Ex 33, 18-19; 34, 6), no es otra cosa que el amor de Dios.
De este amor divino nace el hombre. Dios quiere al hombre. Dios se goza con sus hijos los hombres. A Dios le alegra y le glorifica la vida de los hombres. El amor de Dios es creativo y crea a los hombres para que los hombres crezcan y lleguen a su plenitud. En esto consiste el amor, en que el objeto amado sea lo más perfecto que pueda llegar a ser. La gloria de Dios aumenta en la medida en que sus hijos crecen. La gloria de Dios se manifiesta dando vida y esplendor a sus criaturas.
Por eso, «la gloria de Dios es que el hombre viva». Crece la gloria de Dios en la medida en que crece la vida del hombre. Como crece la gloria de los padres en la medida que crece la gloria y la dignidad de sus hijos. Como crece la gloria del artista en la medida en que crece la estima y el reconocimiento de sus obras. ¿Cómo podríamos pensar que Dios y el hombre son rivales y celosos entre sí? Dios y el hombre no se restan, sino que se suman y se complementan, por así decir. La gloria de Dios dignifica al hombre, y la gloria del hombre engrandece la gloria de Dios.
Dios quiere que el hombre viva. Dios no quiere que el hombre muera. La muerte de los hombres es como una mancha en su manto glorioso, como una espina en su sensible corazón. No aguanta Dios que sus hijos mueran -¡tanta muerte!-, porque El es Amor, porque El es Vida.
-El agua viva
Aquí encontramos la razón última de su venida a nosotros, de su Encarnación y su Navidad. Venía Dios para que el hombre viviera. «Yo soy la vida», diría. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia». «Yo soy el pan de la vida». Yo soy el agua viva. Si alguien bebe de mí, «de su seno correrán ríos de agua viva». «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá». (Cf. todo el evangelio de San Juan).
La razón última de este misterio de vida es el gran amor de Dios, que brilla con gloria admirable. «Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).
La verdad es que, después de escuchar estos versículos, no cabe otra reacción que prorrumpir en: «Gloria, gloria, gloria...», y cantarlo, y quedarse ahí balbuciendo el agradecimiento y el amor.
Jesús nace para que nos alegremos, para que nos abramos a la esperanza, para que nos sintamos amados, para que vivamos. Jesús no ha nacido para que suframos, para que nos mortifiquemos, para que tengamos miedo. Jesús no viene en primer término para juzgar, para condenar, para legislar. Jesús viene para curar, para iluminar, para levantar, para liberar, para perdonar, para salvar, que eso es lo que significa su nombre. Jesús es el Dios que salva, que ama y que da vida. Esta será su misión constante. Una misión no siempre comprendida, porque la vida no todos la entienden de la misma manera. Esto a la postre le llevará a entregar su vida para que todos vivan. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Ahí, en la muerte de Jesús, la muerte de la Vida, muerto de amor, es donde más se manifestó la gloria de Dios, porque fue el acto supremo del amor, entregado para que los hijos vivan, el gesto supremo de vivificación (cf. Jn 12, 23. 28- 32). Es como la madre, que en gesto supremo de amor sacrifica su vida para que el hijo pueda nacer; o tuviera que dar su sangre para que el hijo pudiera resurgir; ésa sería la mayor gloria de la madre.
-Alabanza de su gloria
La vida que Dios quiere no es sólo la vida de los sentidos -vida en cantidad-, sino la vida del alma -vida en calidad-, que el hombre viva en plenitud, en dignidad. Se empieza por la vida natural, porque Jesús también curaba a los enfermos, y alimentaba a los hambrientos, y resucitaba los muertos. Pero se sigue con la vida superior, la del perdón, la de la amistad, la de la alegría compartida, la de la libertad profunda, la del amor total. Una vida que sea participación de la misma vida de Dios.
Una consecuencia comprometida. Se deduce que, si tú quieres procurar la gloria de Dios y ser «alabanza de su gloria» (/Ef/01/12), la mejor manera no es dedicarte a cantar todo el día himnos y alabanzas a Dios, sino dedicarte a dar vida a los hombres, esforzarte porque los hombres vivan más y mejor, luchar para que todo hombre pueda vivir con dignidad y justicia, en amor y gracia. Si extiendes tu mano para levantar al caído o curar al enfermo, si te enfrentas a la injusticia que degrada y destruye a los hombres, si rescatas al esclavo de sus vicios y sus drogas de muerte, si sabes dar a alguien razones para vivir, si contagias tu fe y alientas la esperanza de muchos, si amas desinteresadamente y tu amor crea amor, estás dando gloria a Dios, estás siendo alabanza de su gloria.
Por eso, cuando los ángeles cantaban: «Gloria a Dios y paz a los hombres», venían a decir una sola cosa, porque la gloria de Dios es que el hombre tenga paz. Y la Paz -shalom- es todo ese conjunto de valores que llamamos vida en plenitud. Gloria y paz, amor y vida, Navidad.
2. «La vida del hombre: ver a Dios»
Nos explica ahora San Ireneo en qué consiste la vida del hombre. La vida del hombre, dice, consiste en ver a Dios. No está en comer mucho, en tener muchos hijos, el disfrutar de muchas riquezas, el darse muchos placeres, el alcanzar larga vida. Está en la visión de Dios.
Podría parecer que se nos ofrece un ideal de vida muy aburrido. Estar todo el tiempo dedicado a ver a Dios, por muy divertido y apasionante que sea, resulta algo distante, pasivo, poco participativo. No hay quien aguante la visión de un espectáculo que dure varios días seguidos; no podemos permanecer demasiadas horas ante la televisión, por muy celestial que sea.
Ver a Dios debe significar algo más hermoso y más profundo. Ver no es simplemente contemplar, sino comprender y participar. Ver a Dios es entrar dentro de su misterio, de su dinamismo vital. Es ver, no tanto con los ojos del cuerpo, sino con los del corazón. Ver a Dios es una especie de comunión con Dios -en la Edad Media se generalizó la costumbre de la comunión visual- un acercarse a Dios, un entender a Dios, un asimilar a Dios. Esa es también la bienaventuranza que promete Jesús a los limpios de corazón.(/Mt/05/08)
Se venía diciendo que a Dios nadie le podía ver. «A Dios nadie le ha visto jamás» (Jn 1, 18). Era tal su trascendencia, que la distancia resultaba insalvable. Incluso ciertas filosofías religiosas pensaban que si Dios se acercara a lo material se «mancharía». Por eso, enviaba a sus ángeles e intermediarios, o se envolvía en nube protectora. En cuanto al hombre, si algún día llegara a ver a Dios, se quemaría. Nadie puede ver a Dios y quedar con vida. «Pero mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo» (Ex 33, 20). Tal es el abismo entre la gloria y santidad de Dios y la fragilidad e indignidad humanas. Por eso, sus amigos, como Moisés y Elías, e incluso los serafines, se tapan la cara para poder ver una chispita de Dios. Por eso, Jacob no saldrá de su asombro al comprobar que ha visto a Dios y sigue vivo (cf. Gn 32, 31).
La trascendencia divina, poco a poco, se fue superando. Dios se iba dejando ver, pero fragmentaria y tardíamente. Los que llegaban a ver algo de Dios quedaban transformados. Es el caso paradigmático de Moisés, que después de ver a Dios resplandecía él mismo, su rostro reflejaba la gloria de Dios (cf. Ex 34, 29-33; 2 Cor 3, 7). Todavía era algo «pasajero», pero prueba lo que venimos diciendo, que la visión de Dios contagia de su gloria.
-Ver en plenitud
Es ahora, en la Navidad, cuando Dios salva definitivamente la trascendencia y se deja ver en plenitud. Ahora es cuando «ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que se manifiesta en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6). Toda la gloria de Dios en el rostro de Cristo, toda la gloria de Dios en los ojos del niño, y ya tú lo puedes ver, y no sólo no morirás sino que tendrás más vida.
La Navidad supone un verdadero cambio teológico. Antes nadie podía ver a Dios; ahora, «el Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo enseña todo» (Jn 1, 18), porque él es «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15), porque él es el vídeo del Padre. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Antes, ver a Dios quitaba la vida; ahora, ver a Dios llena la vida. La vida del hombre es ver a Dios, conocer a Dios, participar de Dios. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).
Cantemos victoria. Dios se ha dejado ver en Jesucristo. Dios se deja ver, se deja tocar, se deja besar, se deja comer. Dios se deja ver por fuera y por dentro, hasta en sus más íntimas entrañas. No dejes de clavar tus ojos en este niño, sigue sus pasos, aprende bien sus gestos. Míralo tanto, que te lo aprendas de memoria. Míralo tan fijamente, que se te grabe bien su imagen: «Los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados». Míralo tan amorosamente, que termines compenetrándote con él.
En el Misterio de Dios
Poco a poco, iremos contemplando toda esta imagen viva de Dios, que es Cristo. El niño de Belén ya nos empieza a enseñar muchas cosas. Una, desde luego, tenemos que aprenderla bien, que se nos grabe bien, hasta entrañarla. Es que Dios es ternura y misericordia, que Dios es bondad y gracia, que Dios es paz y alegría, que sabe sonreír y hacer pucheros, que siente como nosotros, que hasta se deja ayudar. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre» (Tit 3, 4). «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tit 2, 11).
Vemos así que la gloria de Dios no es otra cosa que su amor. Por lo tanto, si ves la gloria de Dios, si llegas a ver a Dios, tienes que llenarte de su amor. Lo dice expresamente San Juan: «A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros» (1 Jn 4, 12). Es decir, que todo el que ha visto a Dios ama, y todo el que ama ha visto a Dios. Es amando como entramos en el misterio de Dios y como participamos de Dios. Cuanto más mires a este niño, más debes amar. Cada mirada, una nueva energía de amor. Si la vida del hombre es ver a Dios, y si ver a Dios es participar de su amor, la vida del hombre es amor. ¿Quieres vivir mucho? Ama mucho. El amor es una vida que te llena de alegría, de fuerza, de generosidad, de capacidad creativa, de libertad, de paz. Todos esos valores, y tantos otros parecidos, son los que realmente constituyen nuestra vida. Es algo que vale más que todas las otras cosas que en la vida se apetecen tanto. El que ama es que está vivo. «El que no ama está muerto» (1 Jn 3,14). El amor es la vida, porque «Dios es amor» (1 Jn 4, 8).
-Amor desbordante
Puede que la visión sea todavía imperfecta para ti. Y, cuanto más imperfecto sea tu amor, más imperfecta será tu visión. Hemos de reconocer que ahora todavía vemos como «en un espejo, confusamente... que ahora conozco confusamente» (1 Cor 13,12), pues «caminamos en la fe y no en la visión» (2 Cor 5, 7). Pero nuestra esperanza es la visión eterna y definitiva. «Entonces veremos cara a cara» (1 Cor 13, 12). ¿Y cuál será el resultado? Pues la plenitud de la vida y el desbordarse de amor. «Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Ver a Dios es divinizarse. Seremos divinos, porque veremos enteramente a Dios. Ahora, en Navidad, ya empezamos a verle un poquito.
CARITAS
VEN...
ADVIENTO Y NAVIDAD 1993.Págs. 137-142
http://www.mercaba.org/LITURGIA/Nv/gloria_a_dios.htm