Exhortación Pastoral de la
Conferencia Episcopal de Costa Rica
en Defensa de la vida (8-3-1992)
 
I. INTRODUCCIÓN

1. Deber sagrado:

Como pastores del Pueblo de Dios, tenemos el sagrado deber de señalar y denunciar todo aquello que contravenga el plan de Dios sobre el ser humano, criatura por excelencia, inteligente y ra­zonable, capaz de reconocer el maravilloso don de la vida y su pa­pel protagónico en la procreación y conservación de la raza huma­na y el cuido, desarrollo y progreso de la vida en el planeta, para bienestar de todos los hombres y mujeres que lo habitan. (Cf. Gen 1,26-28).

2.    El don de la Vida y Vida Eterna

 

En efecto, ya en el Antiguo Testamento se plantea la maravilla de la vida humana como el regalo que Dios da al hombre y que nadie tiene derecho a conculcar. Un don que el hombre percibe, valora y agradece y que le predispone de inmediato para aceptar a su Creador, como el Ser a quien reconoce superior y digno de amor y obediencia. El don de la vida y su capacidad de entenderlo y disfrutarlo, hace del ser humano, no solamente el dominador, sino el dichoso habitante del mundo, quien, a semejanza de Dios, también puede transmitir la vida y hacer partícipes de su felicidad a otros seres, a quienes puede reconocer como suyos y en quienes puede vaciar todo su amor.

 

La conciencia plena de este don de la vida es un proceso que poco a poco van jalonando las afirmaciones del Libro Santo, hasta llegar a la plenitud en Cristo Jesús, cuya resurrección da a la vida humana su máxima realización y perfección, como vida que tras­ciende los límites de lo terreno, se insertá en la vida misma de Dios, alcanza la inmortalidad y hace de la muerte natural que te­nemos que padecer, un bien que nos abre las puertas de la eterni­dad: «Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que vea al Hijo y crea en El, tenga vida eterna y que yo lo resucite en el último día» (Jn 6,40).

 

«La gloria de Dios es que el hombre viva», dijo San Ireneo de Lyon, en los inicios de la era cristiana.

 

«La gloria de Dios es que el pobre viva», tuvo que afirmar un obispo latinoamericano en las circunstancias sociales injustas en que se desenvuelve nuestro continente.

 

«La gloria de Dios es que el infante viva», nos vemos obliga­dos a decir los Obispos de Costa Rica, en la coyuntura de que nuestra Asamblea Legislativa analice nuevamente un proyecto de ley que contempla la posibilidad del aborto.

 

3.  La vida es sagrada: Somos hijos de Dios

 

El Nuevo Testamento absolutizó aún más la sacralidad de la vida humana, al profundizar en el Sermón de la Montaña la ley mosaica, extendiendo el «no matarás» hasta la obligación de «no encolerizarse», «no ofender» al hermano (Cfr. Mt 5,21 55) y convertir el amor al otro en el único termómetro que indica la autenticidad del amor de Dios: «Si alguno dice Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve». (Jn 4, 20).

 

Así, el hecho de que el Hijo eterno del Padre haya tomado vida humana, la ennoblece y santifica, al llenarla con todos los dones de gracia y santidad, para asumirla en la riqueza de la filiación di­vina.

 

La constante enseñanza de la Iglesia plantea la vida como invio­lable, y ante la significativa lista de textos que podemos citar (1), que nos servirán de guía en el presente documento, nos permiti­mos recordar tan sólo la enseñanza solemne de Vaticano II: «Por tanto, la vida, desde su concepción, ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abomi­nables» (G. et S.51).

 

Porque la doctrina es clara y el peligro de irrespeto a la vida es real, los Obispos, nos sentimos obligados a plantear las reflexio­nes doctrinales fundamentales, que recuerdan a los hombres de buena voluntad, que este signo de muerte, no es en modo alguno coherente con los grandes progresos humanos, científicos y tecno­lógicos, que hemos visto aparecer en nuestro Siglo.

 

 

 II.   ALGUNAS CONSIDERACIONES ETICO­MEDICAS SOBRE EL ABORTO

 

4. Una vida nueva

 

Para nosotros, los Obispos de Costa Rica, es muy reconfortante constatar que la afirmación de la Iglesia «de que a partir de la fe­cundación misma, mediante la unión del espermatozoide y óvulo humanos, surge un nuevo ser humano individual», es la comúnmente aceptada dentro del mundo científico y sobre todo por la in­geniería genética, y que aquellos que la niegan o ponen en duda, no han podido encontrar argumentos convincentes y seriamente científicos.

 

Al existir entonces la fecundación, lo único que le hace falta a  (Ver anexo 1) ese nuevo «ser humano», es desarrollarse a través de las diferentes facetas biológicas para llegar a su plenitud.

 

Es por esta razón que la Iglesia, en su declaración «Sobre el Aborto Procurado», del año 1974, llega a decir lo siguiente: «Des­de el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nue­va vida, que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nue­vo ser humano, con características de ambos. Jamás llegará a ser humano, si no lo ha sido desde entonces». (Congregación para la Doctrina de la Fe, 1974).

 

5. El respeto a la vida humana

 

Cuando se trata de embarazos ectópicos o extrauterinos, la Iglesia considera los procedimientos médicos a seguir en función del don de la salud, como moralmente lícitos, siempre y cuando se guarden las consideraciones del caso y se hagan los esfuerzos ne­cesarios por proteger la salud y la integridad, tanto de la madre como del no-nacido. En aquellas situaciones en las que, gracias a los avances de las técnicas eugenésicas (fetoscopía u amnioscopía, amniocentesis, ultrasonido o ecografía) se lograra determinar, a partir fundamentalmente de la etapa embriológica, que el estado del niño no es del todo satisfactorio a causa de alguna posible de­formación congénita, no sería moralmente justo ni legalmente per­mitido para médicos o padres, ocasionar un aborto. Porque, desde la más elemental humanidad, la vida humana, aunque enferma, débil o no deseada, sigue conservando su dignidad y su derecho, humano y divino, de ser protegida, respetada y salvaguardada, tanto a nivel personal como social, desde la concepción hasta el momento mismo de su muerte (Ref. Humanae Vitae).

6.  Vida propia

Médicamente se nos enseña hoy también, que del hecho de que un niño necesite, en su primera etapa evolutiva, del ambiente de un vientre materno para desarrollarse, no implica que sea una parte de la madre y que la madre pueda disponer de él arbitrariamen­te, ya que, desde la fecundación misma, posee un patrimonio ge­nético y un sistema inmunológico propios, diferentes a los de la madre, consecuencia del aporte de ambos progenitores, padre y madre.
El hijo es un ser completamente diferente, que se desarrolla por su propia cuenta aunque la dependencia de su madre sea intensa. Pensemos que incluso la placenta, el cordón umbilical y el líquido amniótico, los ha generado el niño desde su etapa de cigoto, como órganos y elementos que le son fundamentales para sus primeros períodos de desarrollo, el cual continuará después de nacido, de­pendiendo también intensamente, de su familia y del ambiente so­cio-cultural. Y así como es fácil comprender que ni la familia ni el ambiente socio-cultural podrán disponer del niño nacido, así po­demos comprender que tampoco la madre puede hacerlo, por más que lo desee y que alguna ley se lo permita. Legalizar tal preten­ción, sería aceptar el homicidio bajo los sutiles nombres de «aborto por violación», «aborto eugenésico», «aborto ético», «aborto por razones económico-psicológicas» y «aborto sentimental». Estos abortos sólo tienen por objeto justificar la destrucción y muerte del hijo en el seno materno.


Aquí tenemos que ser enfáticos en afirmar que la misión fundamental y natural de cualquier persona, de los diferentes grupos so­ciales Y de las ciencias médicas, es conservar, proteger y perfec­cionar el don de la vida, sobre todo,  la vida del inocente, del débil y del no deseado.

 

7. El bien óptimo y más noble

 
Si bien es cierto que las complicaciones médicas no son muy frecuentes, y que la mortalidad materna no es alta en los casos de aborto, existen secuelas derivadas de estas intervenciones que pueden afectar seriamente el desarrollo de embarazos futuros, sin olvidar el alto riesgo de alteraciones psíquicas, que pueden apare­cer muchas veces en forma tardía, aunque la madre se haya some­tido «voluntariamente» al aborto.

 
Hay que tener en cuenta que, en estas circunstancias, no existe proporcionalidad entre los valores en conflicto, que serían la me­jor o peor salud bio-psíquica de la madre y la vida o muerte de un hijo. Nunca se podría justificar el homicidio de un hijo, que posee ya todas las características en su código genético para llegar a ser plenamente persona, por evitar un sufrimiento psicológico o social de la madre.

 
En Costa Rica, si nos atenemos al proyecto de ley presentado a la Asamblea Legislativa para reformar y ampliar el artículo 121 del Código Penal (que dicho sea de paso despenaliza ya el aborto por razones estrictamente terapéutico-directas), nos daremos cuenta de que, entre las razones de tipo justificante, para su posi­ble aprobación, sobresalen las que pudiéramos llamar de tipo psíquico, social o sentimental para la madre violada o agredida que queda embarazada.

 
Frente a este posible argumento justificativo debemos aclarar los siguientes aspectos:

 

a.  Que no de toda violación sexual, como supone el mencionado proyecto, se sigue un embarazo; esto bien es infrecuente, porque tendría que suceder la violación en período de ovulación.

b.  Todo embarazo no deseado, incluso a veces hasta alguno deseado, supone una alteración emocional en la madre, como ocurre en cualquier situación seria de la vida; pero de ahí a suponer que venga a producirse «un grave peligro» para la salud psíquica de la madre, media un gran abismo.

c.  La experiencia nos enseña que un niño y una maternidad -que algunos gustan de llamar no deseada-, se convierten, con el paso de los días, en un niño querido y en una maternidad aceptada, no solamente por la madre sino por toda la familia, sobre todo si se ha recurrido oportunamente a la orientación psicológica y a los auxilios de la fe.

d.  No se ha logrado demostrar claramente hasta ahora, que un grave trastorno psíquico en una madre embarazada involuntariamente, se cure mediante un aborto. Más bien la experiencia parece indicar que el aborto como «remedio psíquico» es mucho más perjudicial para la madre, ya que junto al dolor de la agresión, aparece el conflicto inevitable de haber provocado un homicidio.

e.  Nunca será ético  provocar un aborto, esto es, un homicidio, para remediar el salvajismo de una violación sexual, ya que el aborto ni remedia la violación, ni da tranquilidad a las conciencias, ni sana las heridas psíquicas. No es ético remediar una injusticia a todas luces punible, con otra injusticia: la muerte de un inocente.

f.   Si en el peor de los casos, la madre violada siguiera recha­zando a su hijo una vez nacido, el sentido de la prudencia y la proporcionalidad, parece indicar que, lo más sensato sería, legislar en favor de los desvalidos e inocentes y no en favor  de que se acepte como legal, un homicidio que es inmoral. Lo conveniente sería legislar para facilitar la ayuda a la madre en esa situación y mejorar los sistemas de adopción.

 

 8.   Sí a la Vida: No a la agresión y muerte

Las anteriores reflexiones, en las que nos hemos esforzado por presentar algunas consideraciones ético-médicas generales sobre la cuestión del aborto, nos llevan a manifestar enfáticamente que los abortos por la sola indicación médica, eugenésica, social, ética, sentimental, psicológica o terapéutica directa o de cualquier tipo
nunca deben ser moral, jurídica ni socialmente permitidos.

 

Si defendemos el derecho a la salud, a la vivienda, a la educación, al trabajo, a la libre expresión, etc., con mucha mayor razón debemos defender el derecho fundamental a la vida, sobre el cual descansan todos los demás derechos y deberes.

 

Nuestra responsabilidad moral, nacional y política, nos urge a que analicemos objetivamente, los aspectos estructurales de la problemática del hombre y de la sociedad costarricense actuales, en vez de detenernos en una de sus partes.

Desde nuestra óptica de Pastores, e inspirados en el misterio pascual de Cristo y en la constante y secular tradición de la Iglesia Católica, proclamamos y defendemos firmemente, el derecho a la vida y el respeto absoluto que se le debe, desde el momento de su concepción hasta su desenlace natural.

Optamos decididamente por un Sí a la civilización y a la vida y por un No absoluto a la cultura de agresión y muerte que algunos sectores, consciente o inconscientemente, quieren hacernos aceptar.


III.  ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE MORAL Y LEY CIVIL
 

9.  El derecho a la vida es patrimonio de la humanidad entera y no patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica

Al presentar estas reflexiones al Pueblo de Dios sobre el deber que tiene la auténtica ley civil y penal, de inspirarse y de respetar los principios morales, sobre todo los concernientes al derecho a la vida y a su integridad y dignidad, queremos dejar claros los si­guientes aspectos:

 

a.  Estamos conscientes de que «la comunidad política y la Iglesia, son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor Redentor, contribuye a difundir cada vez más, el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación. Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes, predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina, ejercer su misión entre los hombres y dar su juicio moral cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas». (Cf. G. et S. #76).

b.  Amparados en esta doctrina de la Iglesia, en los derechos fundamentales del hombre, reconocidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1948) y en nuestra Constitución Política, especialmente en su  artículo 21 y siguientes, es que  queremos dejar claro que no pretendemos en  ningún momento, un sometimiento del Estado Costarricense y de su Poder Legislativo, a una moral determinada, como la moral de inspiración católica.

c.  No obstante, en el caso de una posible reforma al artículo 121 del Código Penal Costarricense, no debemos  perder de  vista  que  la  defensa del  derecho a la vida,  desde el momento mismo de su  concepción hasta su desenlace natural, no es patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica, sino de la humanidad entera, y por ende, debe ser defendido por todos los hombres y grupos organizados, en cuanto derecho natural. Si se trata de un patrimonio común y natural, anterior a cualquier legislación escrita, es de sentido común que los que legislan,  lo  hagan respetando ese derecho que es absolutamente irrenunciable, pues, de lo contrario, ni la sociedad ni el Estado tendrían razón de ser. Nos oponemos a una posible legislación abortista, no por «fanatismo religioso trasnochado», ni por un catolicismo «a ultranza», sino por una obligación y solidaridad indeclinables de

 

 

 10. Lo legal no siempre es moral

Nos ufanamos de ser un país civilista que abolió la pena de muerte desde el año 1882; somos un país firmante de la Declara­ción de los Derechos Humanos Universales; un país signatario de la Declaración de los Derechos del Niño; reconocemos el derecho a la inviolabilidad de la vida, consagrado en el artículo 21 de nuestra Constitución Política; se castiga penalmente el aborto directo, a través de los artículos 37, 118, 119, 120 y 121 del Código Penal Costarricense: no es sano por lo tanto, retroceder en esta sa­bia legislación nacional, aprobando la reforma al artículo 121 del Código Penal.

El aborto provocado siempre será un homicidio. Las «circuns­tancias especiales» que se alegan para despenalizarlo, jamás po­drían convertir ese acto, en una acción deseable y mucho menos lícita o moralmente aceptable. Es un error creer que todo lo legal es moral.

 

11. «La justa autonomía de la conciencia individual»

Alegar la posible legislación en favor del aborto, en nombre de «la justa autonomía de la conciencia individual» tampoco nos pa­rece lógico, ya que el aborto provocado no sólo afecta directamen­te a la solidaridad natural de la especie humana, sino que también afecta a una conciencia individual inocente, que tiene el derecho a ser salvaguardada, como es la de un niño no nacido.
Si hablamos del respeto por la conciencia de la madre cuando ha sido agredida, hablemos también del respeto que se le debe al que no ha nacido y ya está engendrado.

 

Consecuente y sólido con este pensamiento, nuestro Código Civil, en su artículo 13, reconoce ya desde 300 días antes de su nacimiento, el derecho que el no-nacido tiene como persona «para todo lo que le favorezca».

Así, resulta a todas luces absurdo, que no se quiera reconocer el derecho a la vida, desde el momento mismo de la concepción, que es incluso derecho fundamental para que se pueda dar el antenor.

 

12. Igualdad Constitucional

Si una ley llegara a privar a una determinada categoría de seres humanos de la protección que el ordenamiento civil les debe, el Estado estaría negando la igualdad que constitucionalmente todos tienen ante la ley, por ende, no estaría poniendo su poder al servi­cio de los derechos de todos los individuos, y particularmente de quienes son más débiles e indefensos, quebrantando así los funda­mentos mismos de un Estado de derecho.

Queremos concluir este capítulo, en el que hemos abordado muy someramente algunas consideraciones sobre Moral y Ley Ci­vil, con las palabras de la Instrucción «Donum Vitae» de la Con­gregación para la Doctrina de la Fe, del año 1987: «Entre los dere­chos de la autoridad pública se encuentra el de procurar que la ley civil esté regulada por las normas fundamentales de la ley moral en lo que concierne a los derechos del hombre, de la vida humana y de la institución familiar».
 

 

IV.    EXIGENCIAS MORALES DE LOS CATÓLICOS

 

13.  A los católicos en primer lugar

Como Pastores, responsables de la grey que nos ha sido confia­da, queremos dirigir un llamado vehemente a nuestros católicos en esta hora decisiva.

En razón de su vinculación a la Iglesia y en razón de la fe que profesan, es a los católicos en primer lugar, a quienes corresponde velar celosamente porque la vida de las personas sea íntegramente respetada y cumplir fielmente el mandato de no matar, pues si todo miembro responsable de una sociedad que se dice civilizada, tiene el deber de defender la vida y la dignidad humana, con mu­cho más razón habrá de hacerlo un católico.

A esto nos llama la aceptación que hemos hecho de Cristo Je­sús como nuestro Redentor, quien valoró y valora la vida humana en tal forma, que no dudó en asumir esa humanidad para ofrecer­nos la filiación divina, aún a costa de su propia vida.
Proclamamos con el Concilio Vaticano II, que: «Dios, Señor de la Vida ha confiado a los hombres la insigue misión de proteger la vida, misión que se ha de llevar a cabo de un modo digno al hom­bre. Por ello, la vida, ya concebida, ha de ser salvaguardada con extremos cuidados» (GS,5l).

Reafirmamos que «cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado... son en sí mismos infames, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son to­talmente contrarias al honor debido al Creador». (GS, 27).

Declaramos que «el aborto y el infanticidio son crímenes abo­minables» (GS, 51) y exigimos a todos aquellos que quieran per­manecer fieles a la verdad del Evangelio, observar celosamente esta norma que sólo busca el bien de la persona en particular y de la colectividad en general.

Siendo la vida un don tan sagrado que proviene de Dios y en el que no le es dado a nadie el derecho de quitarla; siendo el aborto la muerte provocada, realizada por cualquier método y en cual­quier momento del embarazo, y considerando que la dimensión ética de la persona no es un patrimonio exclusivo de los cristianos, sino de todos los hombres, consideramos el aborto como un graví­simo mal que toca no sólo a los individuos, sino también a los ám­bitos donde éstos se desenvuelven.

 

14.  Olvido de Dios y olvido de la dignidad humana

Ante el drama de una sociedad cada vez más agresiva y violen­ta, en la que el olvido de Dios ha llevado paulatinamente al olvido de la dignidad humana, rogamos a los católicos de nuestro pueblo, así como a todos aquellos hombres de buena voluntad, considerar que el aborto es flagrante atentado contra esa sagrada dignidad y a la luz de la Palabra de Dios, formar los espíritus en una más pro­funda y plena comprensión del valor de la persona.

Es igualmente obligación de los católicos, comprender con cla­ridad de conciencia, que no priva en la Iglesia una simplista men­talidad intolerante y retrógrada, cada vez que en esta materia se opone a «fáciles aperturas» y «cómodas y modernas benevolen­cias».

Traicionaríamos nuestra misión de Pastores, si en materia de principios, en lugar de consolidarlos, más bien permitiéramos su degradación, en aras de una malentendida «puesta al día» de la Iglesia, la que como Madre, Maestra y Custodia de la verdad reve­lada en Jesucristo, no puede decir que lo que antes era grave ahora no lo es, ni que está bien, aquello que a todas luces está mal.


15.  Sanciones  para los católicos

Recordamos que un católico que consciente y deliberadamente practica un aborto, o acepta que se lo practiquen, o presta una co­laboración indispensable a su realización, comete un pecado ex­cepcionalmente grave, porque la víctima es inocente e indefensa y su muerte es causada precisamente por quienes tienen especial obligación de velar por su vida. Además, comete un delito, por el que automáticamente incurre en la dolorosa sanción de la excomu­nión, que significa no poder acercarse a recibir los sacramentos de la Iglesia, y quedar privado de desempeñar cargos en la organiza­ción de la misma. (Canon 1398).
Sin embargo, aprovechamos esta ocasión para indicar a los ca­tólicos que se encontrasen en esta situación, que la Iglesia no cie­rra a nadie las puertas del perdón y la misericordia. Que nadie tie­ne que darse por condenado, sino que Dios da siempre la oportu­nidad de la gracia, habida cuenta de un sincero arrepentimiento. Para esto, deben acudir al Obispo o a su párroco, quienes con toda caridad sabrán guiarlos para que vuelva a ellos la paz, el perdón y la vida de la gracia.

 

16.  Los profesionales católicos

Los profesionales católicos (médicos y paramédicos) no deben olvidar que tienen el derecho de acogerse a la objeción de con­ciencia, pues nadie puede ser obligado, en materia tan delicada a actuar contra su voluntad. Sobre todo, sean los profesionales cató­licos, testimonio cristiano y no motivo de escándalo.
Ciertamente consideramos que hay circunstancias de la vida humana en que no es nada fácil seguir la doctrina católica sobre el aborto. Por lo cual, exhortamos a nuestro pueblo a no dejarse lle­var por los caminos de las soluciones fáciles, sino a confiar en la gracia de Dios, que ayuda a superar las dificultades por grandes que sean.
La doctrina que se opone al aborto no es expresión de una sim­ple voluntad eclesiástica, sino que está fundamentada en la misma voluntad de Dios, expresada en la ley que El nos ha dado a cono­cer y que la Iglesia tiene la misión de custodiar y transmitir.

 

17. Nuestro llamado

Queremos hacer enfática nuestra condena, de la práctica ilegal del aborto en nuestro país y la señalamos más deplorable aún, cuando está motivada por la ambición de algunos profesionales inescrupulosos, que han hecho del aborto un medio indigno de lu­cro, a costa de vidas inocentes e indefensas.

Igualmente condenamos al injusto y violento agresor sexual, cuyo irrespeto a niñas y mujeres, provoca en nosotros y en toda la sociedad, repudio e indignación. Pero al mismo tiempo que senti­mos la obligación de condenar estos horrendos crímenes, quere­mos tocar la conciencia de los individuos y de la sociedad, para que en la vida cotidiana, a través de la conducta el pensamiento y la educación, se vaya creando una cultura de responsabilidad de todos en el respeto a la vida:

 

Fuente: http://www.iglesiacr.org/content/view/112/7/

 

(Texto completo, en pdf)


GLORIA A DIOS EN LOS CIELOS

1. «La gloria de Dios, que el hombre viva» 

Hemos de agradecer a San Ireneo esta feliz expresión teológica que  nos ayuda a entender el misterio de la Encarnación y la Navidad. Nos  pintaban la gloria de Dios como una realidad espléndida en la que  Dios se envolvía (cf. Ez 19, 9. 24), como la santidad y trascendencia  que separa a Dios de todas las criaturas (cf. Ez 24,16; 40, 34; 1 Re  8,10-1 1 ; Is 6). Nos pintaban la gloria de Dios como algo que nos  asombraba, nos alejaba, nos castigaba. La gloria de Dios es brillante  luz, majestad inaccesible, rostro temible, fuego devorador.

Ahora sabemos que la gloria de Dios es algo muy distinto, casi todo  lo contrario. La gloria de Dios es algo que nos alegra, nos acerca y  nos pacifica. La gloria de Dios es el resplandor que brota de su gran  corazón. La gloria de Dios, o el nombre de Dios, esa realidad última e  íntima que Moisés quería conocer (cf. Ex 33, 18-19; 34, 6), no es otra  cosa que el amor de Dios.

De este amor divino nace el hombre. Dios quiere al hombre. Dios se  goza con sus hijos los hombres. A Dios le alegra y le glorifica la vida  de los hombres. El amor de Dios es creativo y crea a los hombres  para que los hombres crezcan y lleguen a su plenitud. En esto  consiste el amor, en que el objeto amado sea lo más perfecto que  pueda llegar a ser. La gloria de Dios aumenta en la medida en que  sus hijos crecen. La gloria de Dios se manifiesta dando vida y  esplendor a sus criaturas.

Por eso, «la gloria de Dios es que el hombre viva». Crece la gloria  de Dios en la medida en que crece la vida del hombre. Como crece la  gloria de los padres en la medida que crece la gloria y la dignidad de  sus hijos. Como crece la gloria del artista en la medida en que crece  la estima y el reconocimiento de sus obras. ¿Cómo podríamos pensar  que Dios y el hombre son rivales y celosos entre sí? Dios y el hombre  no se restan, sino que se suman y se complementan, por así decir. La  gloria de Dios dignifica al hombre, y la gloria del hombre engrandece  la gloria de Dios.

Dios quiere que el hombre viva. Dios no quiere que el hombre  muera. La muerte de los hombres es como una mancha en su manto  glorioso, como una espina en su sensible corazón. No aguanta Dios  que sus hijos mueran -¡tanta muerte!-, porque El es Amor, porque El  es Vida.

-El agua viva 

Aquí encontramos la razón última de su venida a nosotros, de su  Encarnación y su Navidad. Venía Dios para que el hombre viviera.  «Yo soy la vida», diría. «Yo he venido para que tengan vida y la  tengan en abundancia». «Yo soy el pan de la vida». Yo soy el agua  viva. Si alguien bebe de mí, «de su seno correrán ríos de agua viva».  «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera,  vivirá». (Cf. todo el evangelio de San Juan).

La razón última de este misterio de vida es el gran amor de Dios,  que brilla con gloria admirable. «Porque tanto amó Dios al mundo que  entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca,  sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al  mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por  él» (Jn 3,16-17).

La verdad es que, después de escuchar estos versículos, no cabe  otra reacción que prorrumpir en: «Gloria, gloria, gloria...», y cantarlo,  y quedarse ahí balbuciendo el agradecimiento y el amor.

Jesús nace para que nos alegremos, para que nos abramos a la  esperanza, para que nos sintamos amados, para que vivamos. Jesús  no ha nacido para que suframos, para que nos mortifiquemos, para  que tengamos miedo. Jesús no viene en primer término para juzgar,  para condenar, para legislar. Jesús viene para curar, para iluminar,  para levantar, para liberar, para perdonar, para salvar, que eso es lo  que significa su nombre. Jesús es el Dios que salva, que ama y que  da vida. Esta será su misión constante. Una misión no siempre  comprendida, porque la vida no todos la entienden de la misma  manera. Esto a la postre le llevará a entregar su vida para que todos  vivan. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus  amigos» (Jn 15,13). Ahí, en la muerte de Jesús, la muerte de la Vida,  muerto de amor, es donde más se manifestó la gloria de Dios, porque  fue el acto supremo del amor, entregado para que los hijos vivan, el  gesto supremo de vivificación (cf. Jn 12, 23. 28- 32). Es como la  madre, que en gesto supremo de amor sacrifica su vida para que el  hijo pueda nacer; o tuviera que dar su sangre para que el hijo pudiera  resurgir; ésa sería la mayor gloria de la madre.

-Alabanza de su gloria 

La vida que Dios quiere no es sólo la vida de los sentidos -vida en  cantidad-, sino la vida del alma -vida en calidad-, que el hombre viva  en plenitud, en dignidad. Se empieza por la vida natural, porque Jesús  también curaba a los enfermos, y alimentaba a los hambrientos, y  resucitaba los muertos. Pero se sigue con la vida superior, la del  perdón, la de la amistad, la de la alegría compartida, la de la libertad  profunda, la del amor total. Una vida que sea participación de la  misma vida de Dios.

Una consecuencia comprometida. Se deduce que, si tú quieres  procurar la gloria de Dios y ser «alabanza de su gloria» (/Ef/01/12), la  mejor manera no es dedicarte a cantar todo el día himnos y alabanzas  a Dios, sino dedicarte a dar vida a los hombres, esforzarte porque los  hombres vivan más y mejor, luchar para que todo hombre pueda vivir  con dignidad y justicia, en amor y gracia. Si extiendes tu mano para  levantar al caído o curar al enfermo, si te enfrentas a la injusticia que  degrada y destruye a los hombres, si rescatas al esclavo de sus vicios  y sus drogas de muerte, si sabes dar a alguien razones para vivir, si  contagias tu fe y alientas la esperanza de muchos, si amas  desinteresadamente y tu amor crea amor, estás dando gloria a Dios,  estás siendo alabanza de su gloria.

Por eso, cuando los ángeles cantaban: «Gloria a Dios y paz a los  hombres», venían a decir una sola cosa, porque la gloria de Dios es  que el hombre tenga paz. Y la Paz -shalom- es todo ese conjunto de  valores que llamamos vida en plenitud. Gloria y paz, amor y vida,  Navidad.

2. «La vida del hombre: ver a Dios» 

Nos explica ahora San Ireneo en qué consiste la vida del hombre.  La vida del hombre, dice, consiste en ver a Dios. No está en comer  mucho, en tener muchos hijos, el disfrutar de muchas riquezas, el  darse muchos placeres, el alcanzar larga vida. Está en la visión de  Dios.

Podría parecer que se nos ofrece un ideal de vida muy aburrido.  Estar todo el tiempo dedicado a ver a Dios, por muy divertido y  apasionante que sea, resulta algo distante, pasivo, poco participativo.  No hay quien aguante la visión de un espectáculo que dure varios  días seguidos; no podemos permanecer demasiadas horas ante la  televisión, por muy celestial que sea.

Ver a Dios debe significar algo más hermoso y más profundo. Ver  no es simplemente contemplar, sino comprender y participar. Ver a  Dios es entrar dentro de su misterio, de su dinamismo vital. Es ver, no  tanto con los ojos del cuerpo, sino con los del corazón. Ver a Dios es  una especie de comunión con Dios -en la Edad Media se generalizó la  costumbre de la comunión visual- un acercarse a Dios, un entender a  Dios, un asimilar a Dios. Esa es también la bienaventuranza que  promete Jesús a los limpios de corazón.(/Mt/05/08)

Se venía diciendo que a Dios nadie le podía ver. «A Dios nadie le  ha visto jamás» (Jn 1, 18). Era tal su trascendencia, que la distancia  resultaba insalvable. Incluso ciertas filosofías religiosas pensaban que  si Dios se acercara a lo material se «mancharía». Por eso, enviaba a  sus ángeles e intermediarios, o se envolvía en nube protectora. En  cuanto al hombre, si algún día llegara a ver a Dios, se quemaría. Nadie puede ver a Dios y quedar con vida. «Pero mi rostro no  podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo»  (Ex 33, 20). Tal es el abismo entre la gloria y santidad de Dios y la  fragilidad e indignidad humanas. Por eso, sus amigos, como Moisés y  Elías, e incluso los serafines, se tapan la cara para poder ver una  chispita de Dios. Por eso, Jacob no saldrá de su asombro al  comprobar que ha visto a Dios y sigue vivo (cf. Gn 32, 31).

La trascendencia divina, poco a poco, se fue superando. Dios se  iba dejando ver, pero fragmentaria y tardíamente. Los que llegaban a  ver algo de Dios quedaban transformados. Es el caso paradigmático  de Moisés, que después de ver a Dios resplandecía él mismo, su  rostro reflejaba la gloria de Dios (cf. Ex 34, 29-33; 2 Cor 3, 7).  Todavía era algo «pasajero», pero prueba lo que venimos diciendo,  que la visión de Dios contagia de su gloria.

-Ver en plenitud 

Es ahora, en la Navidad, cuando Dios salva definitivamente la  trascendencia y se deja ver en plenitud. Ahora es cuando «ha hecho  brillar la luz en nuestros corazones para irradiar el conocimiento de la  gloria de Dios que se manifiesta en el rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6).  Toda la gloria de Dios en el rostro de Cristo, toda la gloria de Dios en  los ojos del niño, y ya tú lo puedes ver, y no sólo no morirás sino que  tendrás más vida.

La Navidad supone un verdadero cambio teológico. Antes nadie  podía ver a Dios; ahora, «el Hijo único, que está en el seno del Padre,  nos lo enseña todo» (Jn 1, 18), porque él es «la imagen de Dios  invisible» (Col 1,15), porque él es el vídeo del Padre. «El que me ha  visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Antes, ver a Dios quitaba la  vida; ahora, ver a Dios llena la vida. La vida del hombre es ver a Dios,  conocer a Dios, participar de Dios. «Esta es la vida eterna: que te  conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn  17, 3).

Cantemos victoria. Dios se ha dejado ver en Jesucristo. Dios se  deja ver, se deja tocar, se deja besar, se deja comer. Dios se deja ver  por fuera y por dentro, hasta en sus más íntimas entrañas. No dejes  de clavar tus ojos en este niño, sigue sus pasos, aprende bien sus  gestos. Míralo tanto, que te lo aprendas de memoria. Míralo tan  fijamente, que se te grabe bien su imagen: «Los ojos deseados que  tengo en mis entrañas dibujados». Míralo tan amorosamente, que  termines compenetrándote con él.

En el Misterio de Dios 

Poco a poco, iremos contemplando toda esta imagen viva de Dios,  que es Cristo. El niño de Belén ya nos empieza a enseñar muchas  cosas. Una, desde luego, tenemos que aprenderla bien, que se nos  grabe bien, hasta entrañarla. Es que Dios es ternura y misericordia,  que Dios es bondad y gracia, que Dios es paz y alegría, que sabe  sonreír y hacer pucheros, que siente como nosotros, que hasta se  deja ayudar. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»  (Tit 3, 4). «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para  todos los hombres» (Tit 2, 11).

Vemos así que la gloria de Dios no es otra cosa que su amor. Por lo  tanto, si ves la gloria de Dios, si llegas a ver a Dios, tienes que  llenarte de su amor. Lo dice expresamente San Juan: «A Dios nadie le  ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en  nosotros» (1 Jn 4, 12). Es decir, que todo el que ha visto a Dios ama,  y todo el que ama ha visto a Dios. Es amando como entramos en el  misterio de Dios y como participamos de Dios. Cuanto más mires a  este niño, más debes amar. Cada mirada, una nueva energía de  amor. Si la vida del hombre es ver a Dios, y si ver a Dios es participar  de su amor, la vida del hombre es amor. ¿Quieres vivir mucho? Ama  mucho. El amor es una vida que te llena de alegría, de fuerza, de  generosidad, de capacidad creativa, de libertad, de paz. Todos esos  valores, y tantos otros parecidos, son los que realmente constituyen  nuestra vida. Es algo que vale más que todas las otras cosas que en  la vida se apetecen tanto. El que ama es que está vivo. «El que no  ama está muerto» (1 Jn 3,14). El amor es la vida, porque «Dios es  amor» (1 Jn 4, 8).

-Amor desbordante 

Puede que la visión sea todavía imperfecta para ti. Y, cuanto más  imperfecto sea tu amor, más imperfecta será tu visión. Hemos de  reconocer que ahora todavía vemos como «en un espejo,  confusamente... que ahora conozco confusamente» (1 Cor 13,12),  pues «caminamos en la fe y no en la visión» (2 Cor 5, 7). Pero  nuestra esperanza es la visión eterna y definitiva. «Entonces veremos  cara a cara» (1 Cor 13, 12). ¿Y cuál será el resultado? Pues la  plenitud de la vida y el desbordarse de amor. «Aún no se ha  manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,  seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).  Ver a Dios es divinizarse. Seremos divinos, porque veremos  enteramente a Dios. Ahora, en Navidad, ya empezamos a verle un  poquito.

CARITAS
VEN...
ADVIENTO Y NAVIDAD 1993.Págs. 137-142

http://www.mercaba.org/LITURGIA/Nv/gloria_a_dios.htm